LA VIOLENCIA DE LOS HIJOS A LOS PADRES – EXTRACTO DE LA COFERENCIA OFRECIDA POR JAVIER URRA

15 Dic 2006

Con motivo de la celebración de la IX Convención del Ilustre Colegio de Psicólogos de Andalucía Oriental, el pasado mes de junio, D. Javier Urra Portillo, Psicólogo Forense de la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia y de los Juzgados de Menores de Madrid, primer Defensor del Menor en España (1996-2001) y presidente de la Red Europea de Defensores del Menor, ofreció en la sede de este colegio una conferencia sobre la violencia de los hijos hacia los padres. Esta conferencia, de la que se ofrece un extracto a continuación, ha sido publicada en el último número de la Gaceta de Psicología del COP de Andalucía Oriental.

 

Javier Urra Portillo

Extracto de la Conferencia El pequeño dictador. Cuando los padres son las víctimas. Prevención e intervención desde un entorno educativo, publicada en la Gaceta de Psicología del Colegio Oficial de Psicólogos de Andalucía Oriental

El niño, en muchos hogares, se ha convertido en el dominador de la casa, se ve lo que él quiere en la televisión, se entra y se sale a la calle si así a él le interesa, se come a gusto de sus apetencias. Cualquier cambio que implique su pérdida de poder, su dominio, conlleva tensiones en la vida familiar, el niño se vive como difícil, se deprime o se vuelve agresivo. Las pataletas, los llantos, sabe que le sirven para conseguir su objetivo.

Son niños caprichosos, consentidos, sin normas, sin límites, que imponen sus deseos ante unos padres que no saben decir no. Hacen rabiar a sus padres, molestan a quien tienen a su alrededor, quieren ser constantemente el centro de atención, que se les oiga sólo a ellos. Son niños desobedientes, desafiantes. No toleran los fracasos, no aceptan la frustración. Echan la culpa a los demás de las consecuencias de sus actos.

La dureza emocional crece, la tiranía se aprende, si no se le pone límites. Hay niños de 7 años y aún menores que dan puntapiés a las madres y éstas dicen «no se hace» mientras sonríen; o que estrellan en el suelo el bocadillo que le han preparado y, posteriormente, le compran un bollo. Recordemos esos niños que todos hemos padecido y que se nos hacen insufribles por culpa de unos padres que no ponen coto a sus desmanes.

La tiranía se expone en las denuncias de los padres contra algún hijo, por estimar que el estado de agresividad y violencia ejercido por éste o ésta, afectaba ostensiblemente al entorno familiar. Otro hecho reiterado es el de las fugas del domicilio y el consecuente absentismo escolar con conductas cercanas al conflicto social. En otros casos, el hijo o hija entra en contacto con la droga y es a partir de ahí donde se muestra agresivo/a, a veces con los hermanos. Otros casos son los hijos que utilizan a sus padres como «cajeros automáticos», o con chantajes, o manifestando un gran desapego hacia sus progenitores, transmitiendo que profundamente no se les quiere.

Características de quien violenta a sus padres

Resulta inviable apuntar una estadística cuantificadora fiable, dada la más que incalculable pero seguro amplia cifra de conductas de este tipo no denunciadas, y a que sólo se interviene judicialmente en aquellas en que hay constancia de secuelas físicas de agresión. Genéricamente no son adolescentes delincuentes. La mayoría de ellos no llegan a agredir a los padres. En muchas ocasiones han abandonado de hecho los estudios. No tienen obligaciones, ni participación en actividades o relaciones interactivas. Respecto al perfil, se trata de un menor varón (uno de cada diez son chicas) de 12 a 18 años (con una mayor prevalencia del grupo entre 15-17) que arremete, primordialmente, contra la madre. Adolecen hasta del intento de comprender qué piensa y siente su interlocutor «domado». Poseen escasa capacidad de introspección y autodominio: «me da el punto/la vena…».

La Violencia Aprendida como aprendizaje vicario desde la observación, ya sea porque el padre (por ejemplo, alcohólico) también pega a la madre para conseguir su líquido elemento, como efecto boomerang por haber sufrido con anterioridad el maltrato en su propio cuerpo, la incontinencia pulsional de padres sin equilibrio, ni pautas educativas coherentes y estables; cuando su edad y físico lo permiten, «imponen su ley» como la han interiorizado.

Se aprecian bastantes casos en hijos de padres separados. La convivencia con la nueva pareja del padre o de la madre ocasiona, a veces, grandes disturbios en los hijos que, rebotados de una casa a otra acaban, agrediendo a la parte más débil.

Un porcentaje significativo de chavales son niños adoptados o acogidos por familias que no son biológicamente las suyas. Pareciera que ese sentimiento de no pertenencia al cien por cien, de no vinculación sanguínea, permite al joven exigir más, demandar al tiempo, de unos padres que no se atreven a emplear todos los mecanismos de sanción para ganarse el respeto, mostrándose en ocasiones excesivamente condescendientes.

No se aprecian diferencias por niveles socio-económico-culturales. Los elicitadores que provocan la erupción violenta son nimios. La tiranía hace años que inició su carrera ascendente. El hijo es único o el único varón o el resto de los hermanos más mayores han abandonado el hogar. En la casi totalidad de los casos no niegan su participación; es más, la relatan con tanta frialdad y con tal realismo que impresiona sobremanera. La tiranía se convierte en hábito o costumbre, cursa in crescendo, no olvidemos que la violencia engendra violencia. Las exigencias cada vez mayores obligan necesariamente a decir un día no, pero esta negativa ni es comprendida, pues en su historia vivida no han existido topes, ni es aceptada, pues supondría validar una revolución contra el «status quo» establecido. La presión a estas alturas de la desviada evolución, impele a las conductas hetero y autoagresivas. El no es «consustancialmente» inaceptable. A las penosas situaciones en que un hijo arremete contra su progenitor no se llega por ser un perverso moral, ni un psicópata, sino por la ociosidad no canalizada, la demanda perentoria de dinero, la presión del grupo de iguales… pero, básicamente, por el fracaso educativo, en especial en la transmisión del respeto, y si no: ¿por qué en la etnia gitana no acontecen estas conductas, muy al contrario, se respeta al más mayor?

El niño o joven que se droga, que se implica con grupo de iguales disociales, que se fuga, no va a ningún sitio, sólo huye de una incomprensión, de una falta de atención, de afecto, seguro de un maltrato. Se maltrata a nuestros jóvenes cuando no se transmiten ni pautas educativas que permitan la autoconfianza, ni valores solidarios y, a cambio, se les bombardea con mensajes de violencia. Se les maltrata cuando se les cercena la posibilidad de ser profundamente felices y enteramente personas.

Las causas de la tiranía residen en una sociedad permisiva que educa a los niños en sus derechos pero no en sus deberes, donde ha calado de forma equívoca el lema «no poner límites» y «dejar hacer», abortando una correcta maduración.

Es obvio que se ha pasado de una educación autoritaria de respeto, casi miedo al padre, al profesor, al conductor del autobús, al policía, a una falta de límites, donde algunos jóvenes (los menos) quieren imponer su ley de la exigencia, de la bravuconada, de la fuerza. El cuerpo social ha perdido fuerza moral, desde la corrupción no se puede exigir. Se intentan modificar conductas, pero se carece de valores. Respecto a los medios de comunicación, y primordialmente a la televisión, es incuestionable que la «cascada» de actos violentos (muchas veces sexuales) difuminan la gravedad de los hechos. La televisión es utilizada por muchos padres como «canguro», el golpeo catódico continuado invita ocasionalmente a la violencia gratuita y, en general, adopta una posición amoral al no distinguir lo que socialmente es adecuado de lo inaceptable. Los roles parentales clásicamente definidos se han diluido, lo cual es positivo si se comparten obligaciones y pautas educativas, pero resulta pernicioso desde el posicionamiento de abandono y el desplazamiento de responsabilidades. Hay miedo, distintos miedos: el del padre a enfrentarse con el hijo, el de la madre al enfrentamiento padre-hijo. El de la urbe, a recriminar a los jóvenes cuando su actitud es de barbarie (en los autobuses, metro…). Caemos en la atonía social, no exenta de egoísmo, delegando esas funciones en la policía, en los jueces, que actúan bajo «el miedo escénico»; así el problema no tiene solución. Hemos de educar a nuestros jóvenes y, ya desde su más tierna infancia, hay que enseñarles a vivir en sociedad. Por ello han de ver, captar y sentir afecto, es preciso transmitirles valores.

Entendemos esencial formar en la empatía, haciéndoles que aprendan a ponerse en el lugar del otro, en lo que siente, en lo que piensa. La empatía es el gran antídoto de la violencia, no hay más que ver el menor índice de agresividad de las mujeres y relacionarlo con el aprendizaje que reciben de niñas. Precisamos motivar a nuestros niños, sin el estímulo vacío de la insaciabilidad. Educarles en sus derechos y deberes, siendo tolerantes, soslayando el lema «dejar hacer», marcando reglas, ejerciendo control y, ocasionalmente, diciendo NO. Instaurar un modelo de ética, utilizando el razonamiento, la capacidad crítica y la explicación de las consecuencias que la propia conducta tendrá para los demás. Acrecentar su capacidad de diferir las gratificaciones, de tolerar frustraciones, de controlar los impulsos, de relacionarse con los otros. Debemos fomentar la reflexión como contrapeso a la acción, la correcta toma de perspectiva y la deseabilidad social.

Entre todos hemos de ayudar a las familias (niño-familia-contexto) facilitándoles que impere la coherencia y se erradique la violencia, que exista una participación más activa del padre. Impulsaremos, hombres y mujeres, que la escuela integre, que trabaje y dedique más tiempo a los más difíciles, quebrando el esquema (ocasional): «sal de clase al pasillo, del pasillo al patio, del patio a la calle».

Como conclusión, estimamos poder convenir, siguiendo el hilo argumental reflejado, que la tiranía infantil refleja una educación (si así puede llamarse) familiar y ambiental distorsionada que desemboca en el más paradójico y lastimero resultado, dando alas a la expresión «cría cuervos….».

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