HABILIDADES TERAPÉUTICAS PARA LA EVALUACIÓN Y EL TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DE LA FIBROMIALGIA

12 May 2010

Bajo el lema Haz visible la fibriomialgia, hoy, 12 de mayo de 2010, se celebra el Día Internacional de la Fibromialgia. Por este motivo, Infocop Online desea contribuir a la celebración de este evento con este artículo de revisión sobre habilidades terapéuticas en la evaluación e intervención psicológica en este importante problema de salud.

Mª Ángeles Pastor y Sofía López-Roig
Departamento de Psicología de la Salud – Universidad Miguel Hernández (Elche)

La fibromialgia (FM) es un síndrome de dolor crónico generalizado y difuso cada vez más presente en las consultas de Psicología. En aproximadamente 10 años, se ha incrementado la visibilidad social y científica de este síndrome, creciendo exponencialmente las asociaciones de enfermos (en la actualidad más de 200 en España) y el número de publicaciones sobre el tema, tanto en contextos médicos como psicológicos. Hoy en día está ampliamente reconocido que el tratamiento más eficaz para estos enfermos combina la intervención farmacológica, física (ejercicio) y psicológica (terapia cognitivo-conductual). Esto no es sorprendente, si se asume que el dolor es una experiencia multidimensional donde interactúan, desde su inicio, factores biológicos, psicológicos y sociales y, por tanto, sólo el acercamiento terapéutico que los considere de forma simultánea reflejará esta realidad.

Sin embargo, y a pesar de la evidencia, la evaluación e intervención psicológica sigue sin ser una alternativa terapéutica de elección para estos pacientes, reservándose habitualmente para niveles asistenciales terciarios (clínicas del dolor, unidades de FM) o para casos que presentan un alto componente emocional (ansiedad y depresión son dos problemas prevalentes en la FM). No deja de ser sorprendente este planteamiento asistencial, pues, si se hiciera lo mismo con las otras dimensiones componentes de la experiencia de dolor crónico, ¿debería, por ejemplo, reservarse o posponerse el tratamiento farmacológico para las situaciones o momentos más severos? 

A este respecto, infinidad de trabajos en la literatura científica demuestran la contribución de factores cognitivos, emocionales y comportamentales en el inicio y mantenimiento del dolor crónico y de la FM. Se han propuesto modelos teóricos que explican la experiencia dolorosa, integrando y considerando su multidimensionalidad. Se han identificado perfiles de riesgo para el agravamiento del problema (con componentes fundamentalmente psicológicos como el catastrofismo, el miedo al dolor y su evitación, o la baja autoeficacia, entre otros). Se han identificado grupos de personas que, aún compartiendo el mismo diagnóstico, presentan diferencias en su funcionamiento e impacto del problema, demostrando que únicamente las variables psicológicas estudiadas (entre ellas las ya mencionadas) son parte responsable de esas diferencias. Se ha propuesto, como consecuencia de toda esa evidencia, combinar criterios biomédicos y psicológicos para homogeneizar grupos y, así, adaptar las intervenciones a las necesidades reales, y no a las supuestas, de los pacientes. ¿Por qué entonces la evaluación e intervención psicológica no es de elección y se pospone o reserva para casos con mayor problemática? ¿Es adecuado (incluso ético) esperar a que el acercamiento biomédico falle para entonces plantear otras intervenciones que sabemos que son beneficiosas para el paciente, y que lo son todavía más en combinación con el acercamiento anterior? ¿Por qué no combinarlos desde el inicio? ¿No se está privando a estos pacientes de su derecho a recibir la mejor atención posible?

La situación descrita, además de ser paradójica, probablemente esté controbuyendo a algunas de las reticencias que tienen las personas con FM para ser evaluadas o tratadas por un psicólogo. En muchas ocasiones, este profesional no es visto como la persona que le va a ayudar y que va a trabajar con ellas para manejar mejor su problema e incrementar su calidad de vida. Por el contrario, el psicólogo suele verse como la persona a la que se acude cuando algo va muy mal o cuando, tras reiterados intentos de tratamiento con fármacos diferentes, no se encuentra una mejoría suficiente.

Sin embargo, resulta curioso que en el contexto asociativo, el psicólogo sea un profesional de elección en la mayoría de asociaciones y que, en ese ámbito, no se produzcan las resistencias que pueden encontrarse en el sanitario. De nuevo tenemos que especular y pensar que en las asociaciones, este profesional es visto como alguien que no va a cuestionar la salud mental de la persona que sufre dolor, es decir, que no se va a acercar a esa persona como «sospechosa» de nada que no sea tener un dolor crónico con el que le toca vivir. Es decir, su objetivo, en el marco de un contexto de cooperación, consiste en trabajar con la persona para recuperar el control de su vida a pesar del dolor. Opuestamente, en el contexto sanitario, nos encontramos ante la paradoja de que la comunidad científica en el ámbito de la FM plantea la necesidad de la Psicología, pero en muchas ocasiones, los pacientes presentan resistencia a la misma. Resistencia probablemente asociada a esquemas erróneos acerca del rol del profesional de la Psicología; esquemas que se ven potenciados por las pautas asistenciales mencionadas y la insuficiente información/formación sobre el dolor que se recibe.

La reflexión anterior sirve para situar algunos de los problemas con los que, en términos generales, se puede encontrar el profesional de la Psicología a la hora de ejercer su labor con estos enfermos. Estos problemas tienen que ver con la posible resistencia inicial del paciente a ser visto y tratado por un psicólogo, basada, como hemos comentado, en el desconocimiento de la multidimensionalidad de la experiencia dolorosa y en el papel que la Psicología puede tener en ella: ¿por qué lo necesito si lo que yo tengo es dolor, es algo «físico»? Como no encuentran la causa, ¿es qué piensan que me lo invento, que estoy loca? A esto hay que añadir la pauta asistencial descrita: cuando un paciente de FM es derivado a un psicólogo, ha pasado por un número considerable de especialistas sin resultados positivos y el psicólogo es «la última opción». Sirvan un par de datos para ilustrar esta cuestión: en una reciente investigación de nuestro grupo, sólo el 9% de una muestra de más de 100 médicos de Atención Primaria derivaba a los pacientes con FM al psicólogo como primera opción; la mayoría (en torno al 54%) lo hacía para el tratamiento de problemas emocionales, lo cual no es de extrañar por la prevalencia de este tipo de trastornos en la FM y porque eran factores asociados a la búsqueda de ayuda médica.

Así pues, con relativa frecuencia podemos encontrarnos con pacientes con un elevado grado de cronicidad en relación con su problema, pacientes que se encuentran o desorientados porque no entienden los motivos por los cuales son derivados a un psicólogo, o enfadados, molestos, o quizá excesivamente «reivindicativos» o exigentes, debido a una historia de fracasos terapéuticos y de, probablemente, soportar dudas de parte del personal sanitario sobre su estado mental.

Ante esta situación, cuando una persona con FM llega a la consulta de un profesional de la Psicología, resulta sumamente importante (independientemente del motivo de derivación) el establecimiento de una buena relación terapéutica desde el primer momento, como medio para disminuir esa resistencia y conseguir su colaboración. En relación con esto, no cabe duda que, si el paciente acude con una información adecuada sobre el porqué de su derivación aportada por el profesional legitimado para ello, es decir, el médico, se facilitará enormemente el establecimiento de dicha relación, porque el paciente el paciente acudirá con la tranquilidad de que nadie va a cuestionar la existencia de su dolor y que los problemas psicológicos que pueda probablemente sean una consecuencia del mismo, pero que, desde luego, y ésta es la cuestión fundamental, son parte importante en el manejo de su vida con dolor crónico. Cabe señalar que estamos haciendo un planteamiento generalista y que, evidentemente, este cambiará en función de la situación individual por la cual se deriva y de la propia persona. En cualquier caso, es importante, que el paciente tenga claro el motivo de derivación por parte del profesional correspondiente. Por tanto, una de las habilidades relevantes será la de realizar una buena historia clínica, averiguando cuál es su punto de «llegada» para poder tener un buen punto de partida: saber cuál es su experiencia de enfermedad, no sólo en cuánto a los síntomas y consecuencias que padece, sino también en cuanto a las respuestas del medio social y sanitario, además de averiguar la información que tiene. Así, desde ahí, poder trabajar con la falta de información, las creencias erróneas en relación con el dolor, y su posible frustración por la experiencia de falta de aceptación de su proceso de dolor crónico.

Otra de las cuestiones generales que conviene señalar en relación con las habilidades del psicólogo en FM, es la necesidad de una formación sólida y actualizada sobre el abordaje, la evaluación y el tratamiento del dolor crónico y sobre la FM en particular. La competencia intelectual es una de las características de un terapeuta eficaz (Cormier y Cormier, 2008) y en este contexto es especialmente relevante no sólo por su valor en sí misma, sino porque contribuye a reconocer y controlar los estereotipos que el profesional pueda tener sobre estas personas y que, desde luego, limitan la relación terapéutica. En relación con las características de un terapeuta eficaz mencionadas por los mismos autores, destacamos dos más que nos parecen importantes en este ámbito: la flexibilidad (no forzar al cliente a ajustarse a las estrategias que plantea el psicólogo, sino justo a la inversa, el psicólogo las ajusta a la persona) y el apoyo (la persona se siente respetada tal y como es). El perfil de la FM, suele incluir, además de un elevado impacto físico, emocional, familiar, social y muchas veces económico, cuestiones mencionadas como la larga ruta asistencial buscando diagnóstico o tratamiento, y el elevado número de tratamientos que no cubren las expectativas de eficacia de los pacientes. Por tanto, como se ha comentado, es frecuente que nos encontremos con personas «quemadas» con el sistema sanitario o con cierta indefensión aprendida, debido a sus experiencias de interacción en el mismo. Por eso, es importante, como principio general, ajustar las propuestas terapéuticas, persuadiendo y negociando con la persona objetivos y procedimientos, con un estilo de interacción basado en la cooperación y no en la imposición. Todo ello, en el marco de una relación profesional mutualista que es una de las perspectivas más eficaces en el manejo de las enfermedades crónicas.

Cuando hablamos de un modelo mutualista de interacción, nos estamos alejando de esquemas paternalistas en donde el profesional actúa en función de lo que considera que es mejor para la persona con problemas y desempeña un rol protector que subraya su carácter de experto, mientras esa persona asume un rol pasivo. Igualmente, nos alejamos de un esquema clientelista, en donde la asimetría se invierte: el paciente es «cliente» y mantiene una posición de poder dentro de la relación, mientras que el profesional le deriva su responsabilidad en las opciones a tomar.

Un profesional de la salud que actúa desde un modelo mutualista, cree que la responsabilidad del cuidado de la salud y el control del proceso es compartido y, como experto, proporciona las herramientas para que la persona adquiera un rol activo en su proceso rehabilitador. Entiende que esa persona, en un sentido diferente pero igual de importante, también es (o debe llegar a ser) competente en el manejo del problema. Los procesos y recursos como la provisión de información, las posibilidades de elección y de predictibilidad, las creencias sobre la responsabilidad de la salud y la toma de decisiones, entre otros, podrán ser manejados por el profesional para establecer una percepción conjunta de «control compartido». No debemos olvidar que la percepción de control sobre acontecimientos vitales y cotidianos es parte responsable de la propia satisfacción vital, de la calidad de vida, de la prevención del estrés o de la adaptación a estresores agudos o crónicos, entre otras cosas. En términos generales, la percepción de control se refiere a las creencias individuales sobre las posibilidades de modificar una situación y conseguir los resultados deseados. Estas creencias se concretan en actuaciones a realizar para mejorar la salud y también en quién puede y debe implicarse en dichas actuaciones. Es aquí donde los profesionales tienen el papel de favorecer que la persona incorpore o aumente su percepción de control de la situación a través de lo que ambos han de hacer.

Antes de iniciar el proceso de evaluación y tratamiento propiamente dicho, conviene, por tanto, lograr que el paciente se sienta escuchado, respetado, aceptado y valorado. Conseguir que la persona con FM no se sienta cuestionada por su problema, constituye en sí mismo un reto terapéutico, sobre todo en los primeros momentos de la relación. En definitiva, en relación con la FM, cobra relevancia el establecimiento de una relación terapéutica de confianza que será vital para el desarrollo de todo el proceso. Éste debe ser uno de los objetivos principales cuando iniciemos el contacto. El marco y habilidades de relación ofrecidas por el «counselling» puede ser la referencia para conseguirlo.

Finalmente, y también como pauta general, es importante que el entorno familiar conozca también el porqué de la intervención psicológica, reciba información sobre la multidimensionalidad del dolor y se eduque en cómo relacionarse con una persona con dolor crónico. De este modo, se conseguirán aliados válidos en el proceso y se evitarán también comportamientos, juicios y «etiquetas» incorrectas sobre la persona enferma que pueden interferir en su proceso rehabilitador.

Con respecto a cuestiones más concretas relacionadas con la evaluación y el tratamiento psicológico de la FM, no es objeto de este artículo enumerar los contenidos y procedimientos de ambas. Existe un número considerable de manuales y escritos especializados, también en castellano. Por tanto, sólo se señalarán aquellos aspectos a tener en cuenta en el marco general de las habilidades del profesional que atiende a pacientes con FM, y en un contexto individual no grupal. Aunque muchas de ellas son comunes a ambos contextos, el trabajo grupal necesita de otras específicas que no son objeto de esta exposición.

Evaluación

Desde una perspectiva mutualista, y por las razones que se han expuesto, un objetivo importante al inicio de la evaluación, es identificar y contrastar las creencias que el paciente tiene tanto sobre el papel de la Psicología en el dolor como sobre la propia situación. En este sentido, además de los objetivos de evaluación generales o asociados al motivo de derivación, se deberían incorporar:

 
  • Explorar conocimientos y creencias acerca de la FM y del dolor crónico: sobre etiología, etiopatogenia y componentes de la experiencia de dolor, entre otras. Con frecuencia, esta representación mental de la FM es el resultado de la experiencia personal, por tanto, este objetivo va unido al siguiente.
  • Conocer las experiencias previas en relación con la enfermedad: historia de enfermedad, consecuencias o impacto en las diferentes áreas de funcionamiento vital, experiencia con los distintos profesionales a los que ha acudido.

Toda esta información servirá de guía para establecer los objetivos terapéuticos, al permitir seleccionar la información que se ha de ofrecer sobre cuestiones relevantes que el paciente desconoce, o aquella que es necesario modificar porque es la información sobre la que han elaborado ideas y creencias erróneas, que pueden interferir en el automanejo y que, por tanto, serán objeto de trabajo posterior. La realización de preguntas abiertas y la escucha activa son habilidades clave en este proceso.

Otros aspectos de la representación mental de una enfermedad son los relacionados con la evolución, el pronóstico y, en general, la anticipación de consecuencias. Estos contenidos formarán parte también de la exploración indicada. Pero, además, interesa evaluar el componente emocional ligado a todos ellos. Por ello, un objetivo de evaluación es:

  • Detectar las preocupaciones más importantes con relación a la enfermedad y al tratamiento. Esto permitirá trabajar con los posibles miedos y con la anticipación de respuestas sociales negativas que puedan interferir en aspectos de automanejo. En relación con este objetivo, también es importante generar preguntas abiertas, así como utilizar habilidades de comunicación no verbal (expresión facial, tono y volumen voz, entre otros) y verbal (parafrasear, acuerdo parcial, entre otras habilidades), todo ello para fomentar la empatía.

Aunque haya que adaptar metas terapéuticas específicas en cada caso, existen pautas generales para el manejo del dolor crónico en FM. En este sentido, otro objetivo de evaluación es:

  • Explorar los facilitadores e inhibidores en relación con dichas pautas o cambios que se van a proponer. Es evidente que este objetivo está relacionado con el anterior. Si completamos esa exploración, podremos anticipar aspectos psicológicos y sociales que aumentarán o disminuirán la probabilidad de cumplimiento; y, por tanto, reforzar unos y estimular la búsqueda de alternativas en los otros.

La evaluación de todos estos aspectos nos proporcionará un dibujo bastante exacto de cómo se ubica la persona en relación con la FM, que es el punto de partida para trabajar conjuntamente para el autocuidado.

Una segunda cuestión importante ya directamente relacionada con los motivos de derivación o de evaluación, es conocer las áreas e instrumentos que son adecuados para esta población (competencia intelectual). No todos los instrumentos que habitualmente se utilizan en las consultas de Psicología para identificar, por ejemplo, problemas emocionales, sirven para personas con dolor crónico, por no estar adaptados a estas poblaciones. Existe un número considerable de instrumentos, en el contexto del dolor y de la FM, que evalúan las diferentes áreas relevantes desde el modelo cognitivo-comportamental. Algunos de ellos se han expuesto en otros textos (Miró, 2003; Pastor, Martín-Aragón, Lledó y Pons, 2003; Penzo, 1989; Vallejo y Comeche, 1994, entre otros) y, además, se dispone de propuestas consensuadas en el marco de sociedades científicas como, por ejemplo, la Sociedad Española de Reumatología (Rivera, Alegre, Ballina, et al., 2006) a las que se puede acudir.

Tratamiento

Dentro del ámbito del tratamiento, un enfoque mutualista supone tener el objetivo de:

  • Transmitir la importancia de adoptar un papel activo conjunto entre la persona con FM y el profesional, en el desarrollo del proceso de tratamiento y/o de la incorporación de pautas de automanejo. Es decir, transmitir la necesidad de desarrollar una responsabilidad conjunta y un control compartido de su situación, lo cual incluye a todos los profesionales implicados, pero siendo la persona con FM el principal agente. Supone subrayar la importancia de su implicación activa, junto con la provisión del apoyo, instrumental y personal, que va a ir recibiendo del/los profesional/es. Establecer alianzas o pactar, utilizando mensajes «nosotros» que transmitan la actuación conjunta para las distintas metas, es clave para este objetivo.
  • Conviene tener presentes las ideas erróneas más frecuentes en relación con la incorporación de cambios comportamentales y/o cognitivos derivados de la intervención si alivia algo que no sea un fármaco es que no es tanto dolor», «si consigue distraerse es que no duele como dice» «si me muevo me dolerá más», entre otras), en las que hay que incidir en mayor o menor medida según lo identificado en la evaluación. En muchos casos, la persona con FM no las expresa como tales ideas estructuradas, pero actúan como premisas que subyacen a la propia conducta ante el dolor o a la conducta de otros.

Otra constante en esta fase será recordar el papel del psicólogo en el tratamiento del dolor, pues es posible que permanezca cierta resistencia a pesar de lo trabajado en el primer momento y porque debe quedar claro cuáles son los objetivos terapéuticos globales de su trabajo en la FM (por supuesto esto es una afirmación genérica que se verá matizada por los motivos para la asistencia terapéutica). ¿Por qué un psicólogo para el tratamiento del dolor? Porque el dolor interrumpe la vida habitual y es necesario recuperarla en la medida de lo posible; porque interfiere en las relaciones familiares, de amistad, en el trabajo; porque incrementa el estrés, porque provoca ansiedad, depresión, irritabilidad; porque, en definitiva, puede llegar a ser el dueño de la vida de la persona. El psicólogo no va a plantear si el dolor es «inventado», el psicólogo será el aliado de la persona con dolor en el proceso rehabilitador que supone volver a tomar el control de su vida. Trabajará con la persona para que las consecuencias del dolor sean asumibles por ella y tengan la menor intensidad posible.

Por tanto, una cuestión obvia, pero no por ello menos importante, es plantear de forma muy clara los objetivos de intervención (recordemos que, en términos generales, no se centran en eliminar el dolor sino en manejar su interferencia) estableciendo metas intermedias para alcanzarlos de forma gradual y conociendo siempre el nivel basal de la persona en las áreas objeto de tratamiento (Penzo, 1989). La persona debe saber, respecto de los objetivos anteriores que, para conseguirlos, las variables psicológicas y comportamentales son las relevantes. Por tanto, serán las que tengan que utilizarse para producir cambio funcional. Se debe asegurar que se entienden los objetivos y las explicaciones terapéuticas y, además, deberemos centrarnos también en descubrir los recursos del paciente e identificar aquellas áreas donde ha tenido éxito para potenciar ambas cosas (Penzo, 1989). Para ello, el terapeuta debe dominar las reglas básicas de transmisión de la información, siendo claro y concreto en sus explicaciones, adaptándolas a la persona que tiene delante y acompañándolas con ejemplos familiares para ella siempre que sea posible; además debe transmitir información útil y relevante en relación con las metas y el momento del proceso terapéutico, evitando siempre dar falsas esperanzas.

Para una persona que probablemente tenga a sus espaldas un número importante de fracasos terapéuticos, es muy importante asegurar que sus primeros intentos de cambio o de incorporación de conductas tengan éxito. De este modo, también estaremos utilizando la fuente más potente de autoeficacia: las experiencias de logro, de dominio o maestría. Estos «pequeños» éxitos, además, alcanzarán mayor efecto si se ven reforzados por el profesional y el entorno. Por ello, al principio del proceso terapéutico, es necesario que las actividades que se desarrollen en relación con las metas estén graduadas de forma adecuada, para que se puedan lograr con relativa facilidad. Llevar un registro de los resultados obtenidos e incorporarlos en gráficas o imágenes donde el paciente pueda ver su evolución, es una herramienta útil de cara a mantener la confianza y motivación para el tratamiento. Establecer pactos con el paciente, sabiendo persuadir para que se establezcan compromisos en los que progresivamente se incremente el grado de dificultad asociada a la tareas, es otra de las habilidades que el profesional debe utilizar. No olvidemos que la persuasión verbal es otra fuente de autoeficacia y que, en el contexto del dolor crónico, puede ser un recurso terapéutico importante una vez establecida el tipo de relación que mencionábamos al principio del trabajo. En este sentido, el profesional debe tener muy claro, por un lado, la correspondencia entre la acción que se pide y el resultado a obtener y, por otro, la posibilidad real del paciente de realizarla. En caso contrario, podríamos obtener un fracaso con efectos altamente desmotivadores y negativos. Finalmente, otra de las habilidades importantes en este contexto es la de saber administrar reforzadores. El terapeuta es un potente agente de cambio que, utilizando su propia conducta, contribuye a producirlo o potenciarlo en la persona con FM en relación con las metas establecidas.

Es importante que la selección de las estrategias de intervención esté basada en la evidencia y se adapte a las necesidades y características de la persona con FM (nuevamente competencia intelectual y flexibilidad). Tal y como se ha mostrado, hoy en día los procedimientos y técnicas del enfoque cognitivo-conductual son los que han ofrecido datos contrastados de su eficacia (Díaz, Comeche y Vallejo, 2003; Pastor, et al., 2003; Moix, Kovacs, et al., 2010). Así, buscar la mejor combinación en cada caso y siempre en función de los objetivos terapéuticos será la primera tarea de cualquier profesional (Pastor, 2009).

Como es habitual en cualquier intervención psicológica, el proceso de evaluación debe ser permanente, incluso en la fase de generalización y de mantenimiento de las conductas instauradas. Estas dos fases de la intervención terapéutica deben planificarse y, más aún, si se tiene en cuenta que se está ante un problema crónico, variable en intensidad, pero constante. Por ello, no se debe olvidar finalizar progresivamente, programando también sesiones de seguimiento. Finalmente, una buena planificación incluye anticipar la posibilidad de recaídas y educar para que su efecto sea el mínimo. El entorno del paciente jugará, de nuevo, un papel relevante en esta tarea, por lo que ésta es otra de las razones que hacen vital considerarlo. La gran mayoría de los objetivos mutualistas que hemos mencionado son pertinentes para el trabajo con el entorno cercano.

Los contextos asociativos en la FM muchas veces constituyen otro entorno «cercano» que no debemos olvidar. En este sentido, pueden constituir una fuente de recursos terapéuticos añadidos por los efectos en la adaptación al problema que proporciona el modelo de otras personas, por la posibilidad de incorporar otros agentes de refuerzo y por la fuente de apoyo social cuyos beneficios en la enfermedad crónica están bien documentados. Aquí, el profesional ha de incorporar habilidades de dinámica grupal y ha de poder prevenir o controlar posibles efectos negativos de la comparación social en esos ámbitos.

En definitiva, la buena transmisión de la información, la guía en la toma y puesta en práctica de decisiones optimizando procesos de autoeficacia, la planificación conjunta de metas adaptativas y el uso de recursos personales y sociales, serán las mejores armas del psicólogo. Este trabajo, realizado en el marco de una relación terapéutica empática, desde una perspectiva mutualista, y siempre sobre la base de la evidencia, son los pilares para potenciar el manejo de las diferentes situaciones que supone un problema de salud crónico como es el de la FM.

Referencias:

Díaz, M., Comeche, I. y Vallejo, M.A. (2003). Guía de tratamientos psicológicos eficaces en el dolor crónico. En M. Pérez-Álvarez, J.R. Fernández-Hermida, C. Fernández-Rodríguez e I. Amigo-Vázquez (Eds). Guía para los tratamientos psicológicos eficaces. Tomo II (Cap. 4, pp., 123-135). Madrid: Pirámide.

Miró, J. (2003). Dolor crónico. Procedimientos de evaluación e intervención psicológica 2ª edición. Bilbao: DDB.

Moix, J., Kovacs, S. y coautores del libro Manual del Dolor (2010). Terapia cognitivo-conductual para el dolor crónico. Infocop Online-Revista De Psicología. Fecha publicación 12-04-2010. ISSN 1886-1385.

Pastor, M.A. (2009). Psicología y fibromialgia. En A. Penacho, J. Rivera, M.A. Pastor y N. Gusi (Eds.). Guía de ejercicios para personas con fibromialgia (Cap. 4, pp. 29-38). Asociación Vasca de Divulgación de la Fibromialgia. ISBN: 978-84-692-2868-5.

Pastor, M.A., Martín-Aragón, M., Lledó, A. y Pons, N. (2003). Intervención psicológica en una unidad de reumatología. En E. Remor, P. Arranz y S. Ulla (Eds.). El psicólogo en el ámbito hospitalario (Cap 20, pp., 547-567). Bilbao: DDB.

Pastor, M.A., Pons, N., Lledó, A., Martín-Aragón, M., López-Roig, S., Terol, M.C. y Rodríguez-Marín, J. (2003). Guía para los tratamientos eficaces en las enfermedades reumáticas: el caso de la fibromialgia. En M. Pérez-Álvarez, J.R. Fernández-Hermida, C. Fernández-Rodríguez e I. Amigo-Vázquez (Eds). Guía para los tratamientos psicológicos eficaces. Tomo II (Cap. 6, pp., 157-166). Madrid: Pirámide.

Penzo, W. (1989). El dolor crónico. Aspectos psicológicos. Barcelona: Martínez Roca.

Rivera, J., Alegre, C., Ballina, F.J., et al. (2006). Documento de consenso de la Sociedad Española de Reumatología sobre la Fibromialgia. Reumatología Clínica, 2 (Supl1), S55-S66.

Vallejo, M.A. y Comeche, I. (1994). Evaluación y tratamiento psicológico del dolor crónico. Madrid: UNED y Fundación Universidad-empresa.

Sobre las autoras:

Mª Ángeles Pastor-Mira. Es Doctora en Psicología y Profesora del Departamento de Psicología de la Salud en la Universidad Miguel Hernández de Elche. Su actividad investigadora se ha desarrollado en torno a la Psicología del dolor crónico y de la fibromialgia. Actualmente trabaja también en el estudio de los efectos de los esquemas cognitivos que los profesionales desarrollan sobre FM en la interacción profesional y conducta terapéutica.

Sofía López Roig. Es Doctora en Medicina y Profesora del Departamento de Psicología de la Salud de la Universidad Miguel Hernández de Elche. Su actividad investigadora se ha desarrollado en el marco de la Psicología de la salud, centrándose en los procesos de adaptación a problemas de salud crónicos, como la fibromialgia y la enfermedad oncológica. Además, trabaja en el estudio de la adquisición de esquemas de rol y sus efectos en la interacción profesional.

Ambas autoras desarrollan su labor de forma conjunta y han publicado sus trabajos tanto en revistas nacionales como internacionales. 

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