LOS FÁRMACOS ANTIPSICÓTICOS TRAS 60 AÑOS DE SU DESCUBRIMIENTO: ¿UN HITO HISTÓRICO EN EL TRATAMIENTO DE LAS PSICOSIS?

22 Jun 2012

Finalizando la serie de artículos que Infocop ha ido publicando en estos días, se publica hoy el tercer y último artículo del monográfico «Se cuestiona el modelo biologicista en salud mental»(más información aquí)

Héctor González Pardo
Profesor titular de la Universidad de Oviedo

La introducción de la clorpromacina por dos grupos de psiquiatras franceses simultáneamente en 1952 para el tratamiento de la agitación maníaca, y más tarde la esquizofrenia, se considera generalmente como uno de los hitos principales en la historia de la Medicina del siglo XX y el comienzo de la moderna Psicofarmacología (López-Muñoz et al., 2005). La utilidad de la clorpromacina, en particular para el tratamiento de la agitación y los síntomas psicóticos evitando la sedación profunda, fue descubierta casualmente por Jean Delay y Pierre Deniker en 1952, que en un principio describieron su acción como un síndrome con características muy similares a la enfermedad de Parkinson, caracterizado por «enlentecimiento motor, indiferencia afectiva y neutralidad emocional», pero preservando el estado de percepción y de consciencia (Delay y Deniker, 1952). En 1955, el propio Jean Delay propuso el término «neuroléptico» (del griego, literalmente que ata los nervios) para definir el efecto de esta sustancia, sin emplear el moderno término «antipsicótico». En realidad, fue necesaria una intensiva y larga campaña de divulgación informativa y comercial, bajo los auspicios de la empresa farmacéutica Rhône-Poulenc (hoy parte de la multinacional farmacéutica Sanofi) con el fin de convencer de su utilidad, primero a psiquiatras franceses y luego norteamericanos, en su mayoría reacios al empleo de la medicación sedante frente a la psicoterapia en pacientes psicóticos. El propio Deniker reconocía que «Los americanos estaban horrorizados –tenga en cuenta que se definía un grupo de fármacos por sus efectos adversos– y preferían términos como tranquilizantes, usando más tarde la expresión tranquilizantes mayores y finalmente antipsicóticos» (Deniker, 1989). Delay y Deniker evitaban usar el término «antipsicótico» prefiriendo siempre el término «neuroléptico», en parte porque la inducción de estos efectos considerados adversos se relacionaba claramente con su efecto terapéutico y porque, en realidad, no eliminaban los síntomas psicóticos, sino que simplemente mejoraban o disminuían algunos síntomas psicóticos.

Actualmente, la mayoría de los síntomas descritos por Delay y Deniker como «síndrome neuroléptico» se engloban bajo el nombre de «síntomas extrapiramidales» o SEP. Estos síntomas son un conjunto de alteraciones del movimiento muy frecuentes con estos fármacos, que merman en gran medida la calidad de vida de los pacientes, empeorando los síntomas negativos, y que pueden aparecer de forma brusca o progresivamente a lo largo de años de tratamiento continuado. Consisten en temblor en reposo de las extremidades, lentitud de movimientos, rigidez muscular e inestabilidad postural (síntomas Parkinsonianos), distonías (dolorosas contracciones involuntarias de los músculos del cuello, laringe, párpados, músculos oculares o del tronco), discinesia tardía (movimientos involuntarios rítmicos orofaciales) y acatisia (incapacidad de permanecer quieto y sensación subjetiva de agitación). Algunos de estos síntomas son irreversibles, como la discinesia tardía, y no tienen tratamiento, pero los SEP se desarrollan en la mayoría de personas con esquizofrenia que suelen recibir años de tratamiento continuado con estos fármacos. Paradójicamente, gran parte de estos efectos adversos son causados por el mismo mecanismo de acción terapéutica común a todos los antipsicóticos conocidos hasta ahora: el bloqueo de los receptores del neurotransmisor dopamina a nivel cerebral, principalmente los del tipo D2 presentes en gran cantidad en estructuras cerebrales relacionadas con la modulación y generación de los movimientos voluntarios como los ganglios basales. Además, los fármacos antipsicóticos tienen muchos más efectos adversos frecuentes relacionados, en parte, con sus efectos antagónicos sobre la dopamina, otros derivados del bloqueo de receptores de otros neurotransmisores (histamina, noradrenalina, adrenalina, acetilcolina, serotonina, etc.) y otros con mecanismos desconocidos que incluyen los siguientes entre los más frecuentes: sedación, disminución de la atención, alteración de diversos procesos cognitivos, apatía, disfunción sexual, alteraciones endocrinas, ganancia de peso, hipotensión, alteraciones cardíacas, diabetes tipo II, hiperlipemias y mayor riesgo de convulsiones de tipo epiléptico, entre otras.

Los antipsicóticos de segunda generación, conocidos como antipsicóticos atípicos (AA) se introdujeron a finales de la década de 1980 en la práctica clínica y actualmente se recomiendan, generalmente, como primera línea de tratamiento para la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos. Gran parte de su éxito reside en la escasa incidencia de SEP de los AA, en comparación con los antipsicóticos clásicos o de primera generación. La «era de los AA» comenzó con la reintroducción del AA clozapina –utilizado ya en los años 60 y posteriormente retirado por su toxicidad– para el tratamiento de la esquizofrenia resistente (casos con más de dos tratamientos farmacológicos sin éxito), a pesar de su potencial para causar agranulocitosis, efecto adverso hematológico potencialmente mortal que se da en un 1% de los que la toman. Su utilidad para casos de esquizofrenia resistente se basó fundamentalmente en un estudio de Kane y cols. (1988), en el que después de 6 semanas de tratamiento, un 30% de los pacientes con esquizofrenia respondieron con un 20% de disminución de los síntomas en una escala de impresión clínica comparado con un 4% del grupo tratado con clorpromacina. Ciertamente la clozapina tiene un perfil farmacológico muy complejo, ya que su acción bloqueante sobre los receptores D2 de dopamina es muy inferior al resto de antipsicóticos conocidos, actuando sobre todo a nivel de receptores de serotonina y otros neurotransmisores. La clozapina es un ejemplo claro de nuestro desconocimiento sobre la esquizofrenia y sus múltiples grados de manifestación sintomática. Se debe tener en consideración, que a pesar de su tasa de respuesta tan modesta en esquizofrenia resistente, los fármacos antipsicóticos en su conjunto tienen una tasa de respuesta en esquizofrenia que no supera el 60% además de ser parcial en la mayoría de sus síntomas (APA, 1997). Después del éxito comercial de la clozapina, se desarrollaron múltiples AA con el intento de emular los mecanismos de acción de la clozapina, como la olanzapina, la risperidona, la quetiapina, la ziprasidona, el sertindol, la paliperidona o el aripiprazol.

Algunos estudios a doble ciego muestran que un 20% de los pacientes con esquizofrenia no recaen en brotes psicóticos si reciben antipsicóticos continuamente durante un año, en comparación con un 53% que reciben un placebo (Kaplin y Sadcock, 1989). Sin embargo, el riesgo de recaída si se abandona el antipsicótico se triplica a los 10 meses en comparación con los que no dejan el tratamiento (53% frente al 16%) (Gilbert y cols, 1995). Estos últimos datos son aún más preocupantes, dada la elevada tasa de abandono que supera el 70% al cabo de 1 año y, además, sugiere un evidente efecto neurotóxico a largo plazo de estos fármacos sobre ciertas estructuras cerebrales (Ho et al., 2011). Los AA se anunciaron en su día como más eficaces que los antipsicóticos clásicos para tratar los síntomas negativos de la esquizofrenia, los más incapacitantes a largo plazo, pero también desprovistos de los temidos SEP. Por desgracia, estudios multicéntricos a gran escala recientes, no financiados por la industria farmacéutica, en los EE. UU. y el Reino Unido (estudios CATIE y CutLASS), han demostrado que ni su eficacia supera a los antipsicóticos de primera generación, ni ofrecen ninguna ventaja superior en términos de calidad de vida o efectos adversos para el paciente con esquizofrenia, con la excepción de la clozapina para la esquizofrenia resistente (Foussias y Remington, 2010). Parece ser que la mayoría de los AA tienen diversos efectos adversos aún más peligrosos que los primeros neurolépticos, entre los que destacan el mayor riesgo de morbilidad y mortalidad por problemas cardiovasculares derivados del llamado «síndrome metabólico» (obesidad, hiperlipemia, hipertensión y diabetes tipo II) (Haddad y Sharman, 2007).

En definitiva, las expectativas iniciales sobre la supuesta mayor eficacia y seguridad de los nuevos AA se han desvanecido en la actualidad, pero a pesar de ello los AA siguen siendo recetados como tratamiento de primera elección por la mayoría de los psiquiatras en formación europeos (Jauhar et al., 2012). Por cierto, un estudio reciente ha puesto de manifiesto que existen evidencias de publicación selectiva en la prensa científica de resultados sólo favorables acerca de la eficacia de los modernos antipsicóticos, con un 17% de estudios negativos no publicados frente a los presentados para su aprobación por las autoridades sanitarias en los EE.UU. (Turner, Koepflmacher y Shapley, 2012).

 

La prescripción off-label de los antipsicóticos, es decir, para indicaciones no aprobadas o demostradas mediante ensayos clínicos aleatorizados, ha aumentado en esta última década de forma alarmante y varias multinacionales farmacéuticas han sido multadas por fomentar esta práctica dirigida sobre todo a niños y ancianos (Leslie y Rosenheck, 2012). Sirva de ejemplo que el uso de antipsicóticos en demencias como la enfermedad de Alzheimer es frecuente, a pesar de que está asociado a un mayor riesgo de mortalidad por problemas cardiovasculares o ictus y empeora su deterioro cognitivo. Estos últimos estudios son una clara evidencia de la influencia escandalosa del lobby de la industria farmacéutica y sus estrategias de marketing sobre las decisiones clínicas de los psiquiatras.

Por último, la calidad de los ensayos clínicos en esquizofrenia es generalmente pobre (Thornley y Adams, 1998). La mayoría de los ensayos reclutan a un pequeño número de pacientes, no duran más de seis semanas, tienen un inadecuado diseño experimental y emplean un gran número de escalas psicométricas de dudosa relevancia para la práctica clínica cotidiana. En este sentido, un alarmante estudio reciente indica que la mayoría de los instrumentos y escalas utilizadas para valorar la respuesta de los antipsicóticos en esquizofrenia no son demasiado relevantes a nivel clínico (Lepping et al., 2011) o incluso que en más del 60% de los estudios publicados se calculan mal las puntuaciones de una de las pruebas más empleadas, la escala de síntomas positivos y negativos (PNASS) (Obermeier et al., 2011).

Por si todo la anterior fuera poco, a pesar de que la esquizofrenia no tratada se ha asociado a una mayor mortalidad, pobre funcionamiento social y baja calidad de vida (Tandon et al., 2010), por el contrario el uso de antipsicóticos convencionales y atípicos en los pacientes con esquizofrenia no ha tenido efecto en su esperanza de vida (Saha, Chant y McGrath, 2007). Tampoco la medicación, incluso con el empleo de AA, parece que no mejora, o incluso empeora, las funciones cognitivas (Hill et al., 2010).

En definitiva, la eficacia general en el tratamiento de la esquizofrenia de los fármacos antipsicóticos (de primera o segunda generación), medida en cuanto al tamaño de sus efectos y no sólo en lo que respecta a la significación estadística frente a un placebo, es sólo moderada en los síntomas positivos, mínima sobre sus síntomas negativos o depresivos y nula, o incluso con efectos adversos, sobre sus síntomas cognitivos (Tandon, Nasrallah y Kasheva, 2010). Actualmente, cuando se cumplen 60 años desde la introducción de los primeros neurolépticos en el tratamiento de la esquizofrenia, la euforia inicial sobre su eficacia como fármacos llamados antipsicóticos se ha desvanecido en gran medida. De hecho, diversos expertos cuestionan su impacto real sobre la calidad y esperanza de vida de las personas diagnosticadas con esquizofrenia, aún en mayor medida que cuando se celebró su 50 aniversario (Stip, 2002).

Héctor González Pardo, imparte psicofarmacología como profesor titular de la Universidad de Oviedo y es miembro del recientemente creado Instituto Universitario de Neurociencias del Principado de Asturias (INEUROPA), donde actualmente realiza investigaciones sobre la acción de los psicofármacos sobre el sistema nervioso y el comportamiento en modelos animales de trastornos mentales.

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