VIOLENCIA DE GÉNERO E INTERVENCIÓN CON EL MALTRATADOR – ENTREVISTA AL DIRECTOR DEL INSTITUTO DE PSICOLOGÍA DE LA VIOLENCIA

4 Jun 2008

La violencia estructural hacia las mujeres, pero más concretamente, la violencia del hombre hacia la mujer en el ámbito de la pareja, es un tema de gran relevancia en la sociedad actual, objeto de no pocos debates sobre la manera de erradicarla y prevenirla.

Si bien es cierto que la violencia de género es un asunto cada vez más visible y denunciado, también lo es que aún existe mucha tolerancia frente a este tipo de comportamiento. Los valores y estereotipos de género que prescriben «lo adecuado» de la conducta de hombres y mujeres, o las ideas en torno a lo que debe ser propio del ámbito privado o del público (y, para muchos, las relaciones de pareja, con o sin violencia, deberían quedar en la esfera íntima, etc.), entre otros factores, siguen estando en la base de la permisividad social frente a este tipo de comportamiento machista, a pesar de las medidas legales adoptadas en los últimos tiempos sobre esta problemática.

 

Un asunto éste, el de la violencia de género, que no deja indiferente a los sectores de la población sensibilizados con el tema y más aún cuando se discute sobre la pertinencia o no de contar con programas de intervención para los maltratadores.

Infocop Online ha querido profundizar en esta problemática, habida cuenta de la relevancia de la Psicología para explicar e intervenir en el contexto de la violencia de género y, por tal motivo, entrevista para sus lectores y lectoras a Andrés Montero Gómez, psicólogo especialista en la materia y Director del Instituto de Psicología de la Violencia. En esta entrevista, Montero Gómez aporta información de gran interés sobre los aspectos psicológicos de los maltratadores, nos ofrece su opinión sobre la pertinencia de diseñar programas de intervención con estas personas y habla del papel que la Psicología puede jugar en este ámbito de trabajo.

ENTREVISTA

Un sector de la opinión pública viene denunciando la alta tolerancia que sigue existiendo en nuestra sociedad con respecto a las conductas violentas de los maltratadores, a pesar de los logros y avances en materia legal y jurídica que se han dado, con la aprobación de la Ley Orgánica de Protección Integral contra la Violencia de Género. ¿Cuál es su opinión al respecto? En caso de compartir esta opinión, ¿qué cree que sigue favoreciendo la tolerancia frente a la violencia machista y la ausencia de una actitud crítica frente a este tema?

Comparto la opinión de ese sector de la opinión pública, que deseo sea cada vez un porcentaje mayor y más representativo de la población, que expresa una clara intolerancia frente a las conductas que favorecen la creación y el mantenimiento de la violencia de género. Con respecto a su pregunta, la tolerancia frente a la violencia machista viene favorecida precisamente por aquello que también favorece la propia violencia de género: la codificación del modelo social en base a un esquema de dominancia masculina sobre la mujer. Esos códigos sociales, que asignan un papel subordinado a la mujer respecto del hombre sobre la base de roles de género diferenciados, se transmiten intergeneracionalmente tanto a hombres como a mujeres, que los interiorizan individualmente.

A pesar de tomar como referencia una diferenciación física en función de una característica biológica (el sexo), los conceptos de hombre y mujer son construidos socialmente (¡para que luego se afirme que no existe el género!). Los roles de género que interiorizan nuestros ciudadanos y ciudadanas por socialización dictan, entre otras muchas claves de relación interpersonal, que la subordinación de la mujer se corresponde con la protección que el hombre está llamado a ejercer sobre la mujer.

Esa protección masculina necesita, esencialmente, dos componentes para ejercerse: por una parte, un rol femenino que mantener bajo protección, definido en función de los parámetros masculinos de «cómo debe de ser lo femenino»; y por la otra, unas relaciones de poder determinadas, entendidas tanto como autoridad reconocida y legitimada en lo social, como potestas para aplicar esa autoridad. Toda esta configuración social es el «magma» de la violencia de género y, además, es el mayor (macro)factor estructural de riesgo para que se produzca y se mantenga.

Usted publicaba meses atrás un artículo en el Diario Vasco, titulado ¿Por qué las matan?, en el que abordaba la problemática de la violencia de género, desde el punto de vista del agresor. Como psicólogo que cuenta con una amplia experiencia en el ámbito de la violencia, ¿qué factores psicosociales considera que están en la base de la aparición y mantenimiento de la violencia de género? ¿Qué rasgos, si es que podemos hablar de un perfil determinado, presentan los agresores?

La violencia es un comportamiento instrumental que sólo tiene una utilidad, aplicar la voluntad del agresor a través de la fuerza. En un modelo social en donde el hombre ha sido tradicionalmente legitimado para entender lo que era más adecuado para la mujer, cuáles debían de ser las reglas de comportamiento, de existencia, que la mujer tenía que observar bajo la «protección» del hombre; la violencia es el recurso que utilizan algunos hombres para imponer su voluntad, su modo de entender la conducta de la mujer «corrigiendo» sus «desviaciones». Así las cosas, hasta que las claves de ese modelo de masculinidad dominante no dejen de transmitirse, hasta que no dejen de escribir nuestro código de relación interpersonal, no habremos disminuido las probabilidades de que la violencia de género continúe manifestándose de una u otra forma.

La mayoría de los agresores sistemáticos de mujeres son criminales por convicción, de manera que actúan aplicando la violencia, fabricando un código moral específico que les sirve para legitimar la utilización de la fuerza contra otro ser humano al que considera supeditado. Si persisten claves sociales de género, de desigualdad, que están reforzando esa interpretación de superioridad y de legitimidad protectora y coercitiva del hombre sobre la mujer, el mantenimiento de la violencia está garantizado.

No existe un perfil concreto de agresor de mujeres. La tragedia de la violencia de género es que se ejerce por agresores que son hombres normales y es sufrida por víctimas que son mujeres normales, las cuales, con posterioridad, pueden llegar a desarrollar sintomatología postraumática por exposición a esta violencia. Los agresores no tienen mayor proporción que la población normal de entidades psicopatológicas.

Del mismo modo, las características sociodemográficas no sirven para discriminar el maltrato, que se puede ejercer por hombres y recibir por mujeres de cualquier estrato social, nivel de ingresos, estudios, lugar de residencia, edad o profesión. Es cierto que a veces se difunden perfiles en donde aparecen los agresores como deficitarios en habilidades sociales o en control de los impulsos. De ninguna manera estos elementos psicológicos llevan por sí solos a la violencia. También sucede que, en la mayoría de las ocasiones, lo que se denomina des-control de los impulsos no es más que una secuencia de conducta perfectamente controlada de violencia hacia una mujer, mientras que en el resto de roles sociales, el agresor no pierde nunca ese control supuestamente deficitario.

Como usted bien sabe, existe actualmente un gran debate sobre la rehabilitación de los agresores y sobre las medidas que se deberían tomar desde la Administración para garantizar el tratamiento a estos hombres. Para algunas personas, la rehabilitación no tiene ningún sentido y la intervención debería pasar irremediablemente por la exclusión y aislamiento de los maltratadores… ¿Considera que los tratamientos existentes en la actualidad están consiguiendo cambios importantes en los agresores? ¿De qué datos disponemos en la actualidad?

El agresor, en el caso de la violencia de género, es un delincuente con el mismo derecho a la reinserción que cualquier otro criminal; el mismo pero ninguno más. De manera que las medidas que debe tomar la Administración son aquéllas que adopta para otros criminales. La propia Ley Integral contra la Violencia de Género contempla la intervención psicológica con agresores de mujeres, precisamente, en el ámbito penitenciario, ámbito que es el llamado a promover la reinserción del delincuente.

En ese sentido, Instituciones Penitenciarias está haciendo un buen trabajo hasta donde es capaz de llegar, es decir, mientras el agresor está cumpliendo su pena. Ese tiempo, aunque se afinaran mucho los programas de intervención, no suele ser suficiente para provocar un cambio sostenible en la mente y la conducta del agresor.

Si se tiene en cuenta que en los agresores sistemáticos el componente psicológico más importante para el mantenimiento de la violencia es el modelo mental dedicado a anclarla al repertorio comportamental del sujeto y darle sentido egosintónico como conducta instrumental legítima; y si además conocemos que la modificación de modelos mentales encapsulados (como suelen ser aquellos de los agresores sistemáticos) son muy resistentes al cambio, requieren mucha especialización por parte del terapeuta y un tiempo prolongado de intervención; nos encontraremos con que los aproximadamente entre seis meses y un año que los agresores permanecen internos no es suficiente para provocar ese cambio.

Cuando sobrepasan la fase de internamiento y acceden al tercer grado, a menudo cambian de terapeuta (incluso de modelo de intervención) en servicios externos a Instituciones Penitenciarias, los cuales no se prolongan más allá de siete u ocho meses. A partir de ahí, no sabemos si se ha desarraigado la violencia de la mente y la conducta del sujeto, salvo que reincida en el mismo delito y sea detectado por la vía penal. En realidad, el panorama es poco alentador.

Existen unos 4.000 reclusos por violencia de género. Con 2,5 millones de mujeres maltratadas, apenas representan el 0,20 de los agresores. Aunque se consiguiera el 100% de rehabilitaciones (cuando en realidad la eficacia de los tratamientos está entre el 40% y el 60%), no estaríamos accediendo más que a la superficie más delgada de la «epidermis» del fenómeno.

En cuanto a las intervenciones no derivadas de la acción penal, en realidad se calcula que sólo un 5% de la población de agresores demanda ayuda profesional. Habitualmente suelen ser hombres que han iniciado conductas de dominación sobre la mujer, con mayor presencia de violencia psicológica, combinada con descargas de violencia física de baja intensidad, que toman conciencia del problema porque han recibido un aviso del sistema asistencial o policial, o bien porque la mujer, no sometida en toda su extensión a la erosión producto de la violencia, ha planteado la separación si no se producía un cambio.

Además de la intervención en victimología de la violencia machista, usted cuenta en su centro con atención especializada para maltratadores. ¿Cuáles son los principales elementos de un programa de esta naturaleza? ¿Sobre qué aspectos se debe intervenir de manera central?

Como profesional de la Psicología, mantengo la tesis de que con la dedicación temporal adecuada, el psicólogo o psicóloga con el conocimiento y la experiencia más apropiados al caso, los recursos suficientes y el paquete terapéutico diseñado con excelencia, la mayoría de los comportamientos son modificables hasta un alcance que podamos considerar como satisfactorio. Lo que ocurre es que, en intervención con agresores de género, casi nunca se dan todos esos factores necesarios al mismo tiempo.

En primera instancia, es importante aclarar que una intervención psicológica con agresores no se diseña y aplica para curar a una persona, sino para modificar la mente y la conducta de un sujeto, para desarraigar la violencia de su repertorio comportamental y reatribuir parte de la tabla de significados que el sujeto usa para construir su realidad.

A mi modo de ver, son dos los ejes importantes sobre los que debería dirigirse un programa psicológico de intervención con agresores: el o la terapeuta, por un lado, y el programa terapéutico como tal, por otro. Respecto al profesional, éste o ésta debería tener, en primer lugar, un profundo conocimiento de procesos psicológicos y psicofisiológicos básicos: procesos atencionales, de procesamiento de la información o el modo en que las emociones y el razonamiento se engranan para producir esquemas cognitivos, etc. Este aspecto de la Psicología básica, que a menudo se pasa por alto, es esencial para intervenir en violencia. En un segundo plano, el o la profesional debe ser especialista en violencia general y comprender íntimamente toda su complejidad en cualquiera de sus dimensiones. En tercera instancia, no se puede hacer una intervención en violencia de género sin perspectiva de género, es decir, sin haber profundizado profesionalmente en Psicología de la masculinidad, de la elaboración e interiorización de los roles de género y de cómo esos roles se trasladan a parámetros sociales estructurales. Por último, y aunque parezca tan obvio que a veces se le resta importancia, el o la profesional debería tener práctica suficiente en evaluación psicológica general, así como en evaluación e intervención en violencia en particular.

En cuanto al segundo de los ejes que hemos mencionado, el programa de intervención psicológica, debería cubrir cinco componentes con la preceptiva gradación de ingredientes terapéuticos para cada caso individual. Haciendo una síntesis para esta entrevista nada más decir que, de esos componentes del programa, tres intervienen sobre el triple sistema de respuesta que conforma la violencia, la dimensión cognitiva, la fisiológico-emocional y la conductual-motora. Pues bien, en función de la definición de la violencia en el repertorio comportamental del sujeto individual, así deberían calibrarse estas tres dimensiones de intervención. Un cuarto componente, la educación de género, reviste alcance horizontal y tiene propiedades re-socializadoras y de re-estructuración cognitiva.

El quinto componente de un programa de intervención con agresores es la evaluación, que debería ser estructural en el programa. La evaluación tiene una etapa inicial de admisión al tratamiento donde, por ejemplo, el alojamiento de la violencia en un delirio o la ausencia de motivación por el cambio son, entre otras, causas de exclusión al tratamiento. Admitido el sujeto al programa, la evaluación pre-tratamiento debería obtener un perfil psicológico lo más detallado posible del individuo, describir la naturaleza y particularidad de la violencia, valorar la presencia de disfunciones psicológicas acompañantes o integradas con la violencia, y servir para diseñar el esquema terapéutico personalizado y su gradación. Por su parte, la evaluación interna al tratamiento debería, además de hacer un seguimiento del progreso terapéutico y del cambio, realizar una continua calibración del riesgo de agresión. Finalmente, la evaluación pos-tratamiento tiene asignado el papel de encontrar indicadores de cambio terapéutico y el grado en que la violencia ha sido desarraigada del repertorio comportamental del sujeto. De manera ideal, una evaluación de seguimiento habría de comenzar en los momentos finales del tratamiento y prolongarse en hitos de entre los seis a los treinta y seis meses pos-intervención, aunque este curso longitudinal no siempre es posible.

En cuanto al elemento central sobre el que hacer pivotar las intervenciones, para todos los agresores recomendaría que siempre fuera la dimensión cognitiva o mental de la violencia la que tuviera el profesional como referencia. En la mente no sólo reside el significado que el sujeto otorga a la violencia como comportamiento instrumental, sino que en muchos casos (la mayoría en violencia de género) esos significados están ligados a porciones de la identidad del sujeto (su masculinidad, su sentido del «ser hombre»), haciendo su modificación más compleja.

La dimensión cognitiva es tan relevante que incluso logrando control conductual o emocional por medio de una terapia, si el modelo mental no se ha desactivado con suficiente pericia, permanece latente con posibilidad de «tirar» de toda la secuencia emoción-conducta, volviéndose a reactivar la violencia en el repertorio comportamental casi como si no se hubiera realizado una intervención.

Esta centralidad de la dimensión cognitiva la considero válida, desde luego, en agresores sistemáticos, pero también en malratadores con poco tiempo de aplicación de la violencia como en aquellos considerados «hombres que ejercen violencia de baja intensidad», aquellos que acuden a consulta aduciendo el inicio de conductas de aislamiento, manipulación y control sobre la mujer, e incluso en los individuos cuya topografía de violencia parece más localizada en descargadas emotionally triggered (esto que llaman agresividad afectiva) de violencia física o psicológica entre períodos de «tranquilidad».

Desde su punto de vista como psicólogo y Director del Instituto de Psicología de la Violencia, ¿de qué manera puede contribuir la Psicología en la prevención y erradicación de esta lacra social, tanto en la intervención con las víctimas como con los agresores?

De manera breve, déjenme subrayar que la Psicología es la ciencia de la mente y la conducta. La violencia es un comportamiento aprendido y complejo, muldimensional en su expresión y multifactorial en su causalidad. La Psicología puede contribuir, y de hecho contribuye, cuando se aplica con rigor, en primera instancia a desgranar y a comprender la complejidad de la violencia en el agresor y las respuestas que su exposición produce en la víctima.

No es de recibo, por ejemplo, que todavía nos estemos preguntando por qué una mujer permanece tantos años en situaciones de violencia teniendo como tenemos tanto conocimiento sobre los efectos traumáticos que produce la violencia de género en las víctimas, y cómo esos efectos condicionan la percepción, la toma de decisiones y la propia autoconceptualización de la mujer, entre otros. En ese sentido, el colectivo de profesionales de la Psicología debería redoblar sus esfuerzos para trasladar a la ciudadanía el conocimiento experto que sobre el fenómeno muchos psicólogos y psicólogas han ido acumulando, a través de miles de investigaciones en todo el mundo, sobre los distintos aspectos de la violencia.

En cuanto a la intervención, tanto preventiva como correctiva sobre la violencia en agresores o sobre los efectos en las víctimas, me conformaría con que todos los y las profesionales nos ajustáramos a esos requisitos mínimos de praxis profesional que ya he mencionado al hablar de los programas de intervención psicológica.

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