Promover la salud mental y mejorar el acceso al tratamiento psicológico: dos objetivos prioritarios para revertir la carga en salud mental

26 Mar 2019

A nivel mundial, se estima que hasta 450 millones de personas sufren de un trastorno mental o de conducta y se registra casi un millón de suicidios cada año (OMS, 2004). Así de alarmante se mostraba hace ya más de una década la Organización Mundial de la Salud frente a un problema que, lejos de solucionarse, parece haberse incrementado dramáticamente, a la luz de los datos que se han ido publicando en los últimos años.

Los diferentes estudios realizados al respecto, recogen una serie de conclusiones inquietantes, entre ellas las siguientes: el coste económico anual asociado con el impactos de los trastornos mentales es de 523,2 mil millones de euros en 30 países europeos (Olesen y col., 2012), de hecho, uno de cada cuatro europeos se ve afectado por problemas de salud mental, lo que supone a cada hogar europeo un gasto de más de 2.200 € al año (McDaid y col., 2007); el gasto sanitario directo estimado debido a trastornos mentales oscila entre 150 y 372 millones de euros, lo que en España supone un 0,24-0,58% del gasto sanitario (Gabriel y Liimatainen, 2000).

Según Prince y col. (2007), aproximadamente un 14% de la carga global de las enfermedades puede atribuirse a trastornos neuropsiquiátricos, la mayoría de ellos, debidos a problemas de naturaleza crónica como, por ejemplo, la depresión. Se calcula que los costes totales de los trastornos mentales suponen el 3-4% del PIB de la Unión Europea, mientras que los de la depresión por sí sola constituyen más del 1% del PIB (García Gómez y col., 2010).

De hecho, la depresión se considera, hoy en día, la principal causa de discapacidad en todo el mundo, contribuyendo de forma muy importante a la carga mundial general de morbilidad y mortalidad y se prevé que en el año 2030 será la principal contribuyente de la carga de morbilidad (OMS, 2011). A este respecto, los resultados del estudio ESEMeD-España -que evalúa la epidemiología de los trastornos mentales en población general española-, revelan una prevalencia de depresión del 10,55% a lo largo de la vida y de un 3,96% anual, estimando un incremento considerable de estas cifras en el futuro (Haro y col., 2006).

A pesar del coste y el impacto negativo y prolongado en la calidad de vida de las personas (UK700 Group 1999) de los trastornos mentales, así como de la existencia de una amplia gama de intervenciones rentables para su tratamiento y prevención (Campion y Fitch, 2012), menos del 10% de las personas con trastornos mentales en Europa reciben un tratamiento teóricamente adecuado, una brecha de intervención cuyo coste anual es enorme (Wittchen y col., 2011).

Por ende, la carga de los trastornos mentales sigue incrementándose, con grandes repercusiones en la salud, además de importantes consecuencias sociales, económicas y para los Derechos Humanos en todos los países del mundo, que, consecuentemente, se agravan cada vez más (OMS, 2013).

Este panorama, pone de relieve la necesidad de invertir en la promoción de la salud mental y la prevención de problemas de salud mental, una solución altamente rentable, según sugiere un análisis de 2007: “la promoción del bienestar y la prevención eficaz de los problemas de salud mental podrían evitar costes de por vida de 116.000 € y 232.000 € a cada beneficiario individual” (Friedli y Parsonage, 2007).

Así lo indica también la OMS en su Atlas de la Salud Mental (2018), donde manifiesta la importancia de invertir en salud mental, tanto para la salud como para las economías. A este respecto, recuerda que cada dólar invertido en el tratamiento de trastornos mentales comunes, como la depresión y la ansiedad, supone un retorno de 4 dólares, en una mejor salud y bienestar. Por el contrario, advierte, “no actuar es costoso”, señalando que la falta de intervención en este tipo de trastornos puede resultar en una “pérdida económica mundial de un billón de dólares anuales”.

En la misma línea, son muchos los estudios relativos a la promoción de la salud mental y la prevención de los trastornos mentales, que han manifestado que la implementación de programas y políticas de promoción de la salud mental pueden ser eficaces y conducir a una mejora de la salud–y, específicamente, la salud mental-, así como del desarrollo social y económico (esto último, avalado por la Unión Europea en 2010) (Price y col., 1992; Mrazek y Haggerty, 1994; Durlak, 1995; Albee y Gulotta, 1997; Hosman y Llopis, 1999; Hosman, Llopis y Saxena, 2004).

En pro de la promoción y mejora de la salud mental, la Organización Mundial de la Salud (2013) señala la necesidad de implementar políticas y programas en el Gobierno y los sectores empresariales, incluidos educación, trabajo, justicia, transporte, medio ambiente, vivienda y bienestar, así como actividades específicas en el campo de la salud, relacionadas con la prevención y el tratamiento de la “mala salud”. Estas políticas de salud y asistencia social, así como la puesta en marcha de medidas de prevención e intervención, deben estar basadas en la evidencia (Sobocki y col., 2006).

En 2016, la OMS inició una campaña conjunta con el Banco Mundial, resaltando la trascendencia de la salud mental, así como los beneficios económicos, sanitarios y sociales que aporta invertir en estos servicios, con el fin de conseguir que la salud mental ocupe un lugar prominente en el programa mundial de desarrollo, y promover una mayor inversión en servicios de salud mental. Según argumentaban, a pesar de representar una enorme carga sanitaria, social y económica, los trastornos de salud mental “continúan estando en la penumbra”, debido a una serie de obstáculos, tales como el estigma, el financiamiento inadecuado, y/o la poca preparación de los sistemas de salud, que impiden que los países aborden el tema de la salud mental y le den la consideración que merece.

A este respecto, de acuerdo con lo expuesto por la Unión Europea en el Pacto Europeo por la Salud Mental y el Bienestar (European Pact for Mental Health and Wellbeing), existen varias necesidades no satisfechas que podrían explicar el resultado limitado de las formas actuales de prevención y tratamiento, tales como, la elevada prevalencia de pacientes deprimidos en entornos de atención médica “que no son debidamente diagnosticados” (se estima que la falta de detección de síntomas afecta al 50% de los casos), el estigma de la depresión y el suicidio, un acceso limitado a programas de prevención para ciertas poblaciones y acceso desproporcionado a servicios (a pesar de que un gran porcentaje de pacientes depresivos puede tratarse eficazmente con la terapia adecuada, el acceso a la misma -especialmente Psicoterapia- varía mucho de un país a otro). Incide en la frecuencia de las largas listas de espera y la financiación limitada de Psicoterapias, las cuales, en algunos países, están disponibles principalmente en la práctica privada.

Dado lo anterior, la UE insta a que se realicen más esfuerzos de prevención y sensibilización en salud pública, abordando la depresión y el suicidio como un imperativo de salud pública prioritario, incrementando y mejorando la detección de la depresión y otros trastornos mentales en AP (especialmente entre personas con condiciones físicas crónicas), mejorando el acceso al tratamiento de la depresión a través de una mayor disposición de Psicoterapias basadas en evidencia e impulsando una mayor concienciación sobre el suicidio.

Diferentes estudios han corroborado dichas carencias, reclamando a su vez, cambios orientados a promover la colaboración entre Atención Primaria y Salud Mental, como una tentativa fundamental para reducir la brecha actual en el tratamiento de los problemas mentales (UNICEF, 2011), y en aras de mejorar la asistencia psicológica (Gili y col., 2012; Calderón y col., 2016).

De forma específica, en este contexto de Atención Primaria, la evidencia pone de relieve que la depresión es el problema de salud mental más frecuente y relevante (Aragonés, 2001; Roca y col., 2009): las personas con trastornos emocionales tienen más probabilidades de acudir a consultas de AP que a servicios especializados de salud mental (Coyne y col., 2002).

Dada la elevada prevalencia de este trastorno, los expertos consideran imperativo realizar una mejor detección, prevención, tratamiento y manejo del paciente, de cara a reducir la carga de la depresión y sus costes (Sobocki y col., 2006). El punto de partida para llevar a cabo un tratamiento adecuado es realizar un diagnóstico correcto; sin embargo, existen dificultades en el diagnóstico de la depresión que producen, en la práctica, pacientes no tratados o tratados inadecuadamente (Lecrubier, 1998): según Coyne y col. (2002), hay entre un 50-70% de pacientes con depresión mayor que no se detectan en este primer nivel asistencial de la salud. En España, concretamente, se estima que el 28% de los pacientes que padecen depresión mayor no son diagnosticados en Atención Primaria, si bien este porcentaje se reduce en las formas más graves de depresión (Aragonès y col., 2004).

Mejorar el diagnóstico de la depresión es el primer paso para proveer un tratamiento adecuado pero, además, tal y como afirman Cano-Vindel y col. (2012), son necesarios otros esfuerzos en cuanto a adecuación del tratamiento en Atención Primaria que deben ir en la línea de implementar tratamientos basados en la evidencia, siendo los tratamientos psicológicos una herramienta esencial.

En esta misma línea, la OCU ha venido insistiendo en la necesidad de ofrecer una atención psicológica en Atención Primaria para el tratamiento de trastornos mentales comunes como la depresión, la ansiedad, o las somatizaciones, utilizando tratamientos validados por la evidencia empírica, como el tratamiento cognitivo-conductual, y prescindiendo, en lo posible, del “tratamiento habitual” con psicofármacos. En opinión de la Organización, este sería un medio eficaz de abordar el problema de forma temprana y mucho más eficiente (OCU, 2018).

No obstante, a pesar de la evidencia y de contar en la actualidad con tratamientos que han demostrado ser eficaces para la depresión (la mayor parte de ellos recogidos en guías clínicas internacionales), estos tratamientos no están siendo utilizados de forma adecuada en los servicios de AP (Cano-Vindel, 2012), y el tratamiento habitual en este primer nivel asistencial es, mayoritariamente, el tratamiento farmacológico, prescrito por los médicos de familia (Cuijpers y col., 2009, Verdoux y col., 2014).

En este punto, resaltamos los datos de un estudio sobre el uso de drogas sin prescripción médica en cinco países europeos, que revelan que España y Suecia son los países con mayores tasas de consumo de hipnosedantes, seguidos de Gran Bretaña y Dinamarca (Novak y col., 2016). Estas conclusiones coinciden con los resultados de la última Encuesta sobre Alcohol y Drogas en España 2017, que indica que los hipnosedantes con o sin receta médica son la tercera sustancia más consumida por los españoles, por detrás del alcohol y el tabaco, un porcentaje que continúa siendo muy elevado, pese a que parece haberse corregido la tendencia ascendente de los últimos años en el consumo de esta medicación (MSCBS, 2018).

Todo ello evidencia no sólo el grave problema que constituye el infradiagnóstico e infratratamiento en el manejo de la depresión, sino también la imperiosa necesidad de optimizar los servicios, mejorando su abordaje (Gabilondo y col., 2011; BPS, 2009; Aragonès y col., 2004), bajo el prisma de una perspectiva psicológica y social para lo que, de otro modo, se definiría como “problemas estrictamente biomédicos” (Coyne y col., 2002).

Con este propósito, se viene desarrollando en España un proyecto piloto en la misma línea de Reino Unido: el ensayo clínico PsicAP (Psicología en Atención Primaria), cuyo objetivo es comparar el tratamiento psicológico frente al habitual de Atención Primaria para el abordaje de los trastornos mentales comunes o alteraciones emocionales, como la depresión, ansiedad, estrés y somatizaciones que presentan casi la mitad de los pacientes.

Los resultados preliminares de este estudio han puesto de manifiesto una reducción de síntomas (para los trastornos de ansiedad, la intervención psicológica es tres veces más eficaz que el tratamiento habitual. En el caso de la depresión, la eficacia es cuatro veces mayor), una recuperación de los casos en torno a un 70% de los pacientes (3 veces más que con el tratamiento habitual de Atención Primaria) y una disminución del consumo de psicofármacos y la hiperfrecuentación a las consultas de Atención Primaria.

Se espera que todos estos datos y recomendaciones basadas en la evidencia, contribuyan a cambiar las políticas sanitarias de salud mental, incluyéndose de este modo las intervenciones psicológicas en la cartera de servicios de sus Sistemas Nacionales de Salud, con el fin de ofrecer un tratamiento de calidad, considerando la relación costes-beneficios.

Sirva como reflexión a todo lo anterior, los últimos datos presentados por la OECD con respecto al coste de los problemas de salud mental en toda Europa, y cuyas conclusiones ponen de manifiesto la trascendencia de emprender medidas inmediatas y eficaces de cara a paliar la grave (y creciente) situación actual -principalmente en nuestro país-.

Todas las referencias de este artículo pueden consultarse a través del siguiente enlace:

www.infocoponline.es/pdf/REFERENCIAS-SALUDMENTAL.pdf

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