EL SUBDESARROLLO DE LA ATENCIÓN PSICOLÓGICA EN LA SALUD MENTAL EN ESPAÑA

5 Dic 2008

 Joaquín Pastor Sirera
Secretario de la SEPCyS

La promoción de la salud mental junto con la atención psicosocial de enfermedades y de los problemas emocionales, es uno de los bienes sociales básicos que debe distribuirse a la población con la máxima equidad y excelencia posibles, de acuerdo con el discurso institucional que se exhibe por parte de organismos sanitarios públicos tanto en España como a nivel internacional.

En nuestro país, pese a un considerable desarrollo económico, arrastramos un retraso histórico en el desarrollo del estado del bienestar, que nos coloca en el furgón de cola de la Unión Europea en cuanto a sistemas de protección social. El gasto público social como porcentaje del PIB en España es de un 19%, frente al 28% de promedio en la Unión Europea de los 15, lo que sitúa a nuestro país en el grupo de aquellos gobiernos con menor gasto social. Esta situación de baja protección social y sanitaria en relación al desarrollo económico, obedece a complejas causas socio-históricas que se analizan detalladamente en Navarro (2006).

 

La atención psicosocial a la salud mental no sólo no escapa a esta infradotación sino que se muestra más acentuada, si cabe, en relación a la situación de conjunto del sistema sanitario. El gasto sanitario público, que ronda el 6% del PIB, es uno de los más bajos de la Unión Europea. No obstante, el gasto farmacéutico, que se sitúa entre el 22% y el 25% del gasto total, se posiciona entre los más elevados, si tenemos en cuenta que el promedio europeo de gasto farmacéutico está en torno al 14% del gasto sanitario.

Entre otras muchas carencias, hay que añadir la falta de datos oficiales del SNS sobre recursos para la financiación. La Red Europea de Economía en Salud Mental (MHEEN), grupo de investigación cofinanciado por la Unión Europea, estima, para España, el gasto sanitario público en salud mental en un 5% del gasto sanitario total, muy por debajo de la media europea. Esta proporción de gasto en salud mental es claramente insuficiente en relación a la carga socio-sanitaria que suponen los trastornos mentales (Salvador-Carulla, Garrido, McDaid y Haro, 2006).

Esta desproporción resulta patente si observamos de cerca el gasto en psicofármacos. Al sumar el importe de los subgrupos correspondientes sólo a antidepresivos, antipsicóticos y benzodiazepinas, en prestaciones a través de receta en el SNS, se obtiene para el año 2006 la suma de 1.204,65 millones de euros (Información Terapéutica del SNS, 2007). Basta hacer un sencillo cálculo estimativo para observar que, prácticamente, la mitad de los ya de por sí magros recursos destinados a atención de la salud mental pasan a engrosar -legítimamente, por supuesto- las cuentas de resultados de los laboratorios, y que los recursos restantes difícilmente pueden financiar programas o dispositivos que cubran adecuadamente las necesidades de la población, en el estado actual de dotación presupuestaria.

No parece cuestionarse el elevado coste de los tratamientos psicofarmacológicos en relación a su efectividad. Sin embargo, y pese a la elevada prevalencia de los trastornos emocionales, especialmente la ansiedad y la depresión, están lejos de ser atendidos de acuerdo con la evidencia científica y las guías de práctica clínica, que desaconsejan el uso de fármacos en trastornos leves y recomiendan tratamientos psicológicos (p. ej. NICE, 2004). El tratamiento que se presta en España a los problemas de ansiedad y depresión, ha mostrado ser, una vez más, de lo más inadecuado a nivel europeo, ya que sólo un 31,8% y un 30,5% de los pacientes en Atención Especializada y Primaria, respectivamente, reciben un tratamiento que cumpla unos mínimos de calidad y adecuación (Fernández et al., 2006; 2007). Este estado de cosas responde a un subdesarrollo de los servicios de Psicología que se encuadra dentro de una subfinanciación generalizada de la atención en Salud Mental.

En España, es bien conocido que la realidad de la atención psicológica en el SNS es deficitaria en todos los niveles de atención e inexistente en Atención Primaria; la ratio de profesionales de Salud Mental es muy inferior al promedio europeo; y la desigualdad entre la atención a Salud Mental por Comunidades Autónomas es un efecto de la descentralización desordenada de la gestión sanitaria, que se ha plasmado en el establecimiento de servicios comunitarios mínimos. Se ha observado una escasa congruencia entre los discursos sobre planificación estratégica y las prácticas reales a que han dado lugar; es más fácil estar de acuerdo en lo teórico, que incorporar los servicios y los recursos que se necesitan. Ante esta situación de precariedad, se impone estudiar el problema desde una perspectiva de racionalidad económica, en la que los tratamientos psicológicos tienen mucho que aportar.

Tal como ha señalado Sobel (2000), supongamos que se hallase un nuevo tratamiento médico que demostrara en ensayos clínicos rigurosos que es capaz de reducir el tiempo de recuperación post-cirugía, reducir el uso de fármacos, evitar procedimientos invasivos innecesarios y, además, fuese de preferencia y aceptado favorablemente por el paciente. Supongamos, también, que carece de efectos secundarios significativos y que aumenta la satisfacción del usuario, además de generar una considerable reducción de costes. Parece lógico suponer que la comunidad científico-sanitaria se volcaría en estudiar seriamente la incorporación en todos sus dispositivos (dotándolos de los recursos adecuados) de esta tecnología tan beneficiosa para la asistencia a los ciudadanos. El problema radica en que no se trata de un tratamiento médico, sino de intervenciones propias de la Psicología Clínica y de la Salud, cuya aplicación corresponde a los psicólogos formados en estas disciplinas.

Las experiencias que se están desarrollando en otros países, con una integración plena del psicólogo en los servicios de Atención Primaria, nos señalan el camino a seguir, que pasa necesariamente por que los responsables políticos se tomen en serio el modelo biopsicosocial, y se reduzca la marginación de los servicios de Psicología en el ámbito sanitario público. La introducción de la figura del consultor psicológico (Pérez-Álvarez y Fernández-Hermida, 2008) es ya una realidad en muchos entornos sanitarios, especialmente en Atención Primaria; no obstante, tal integración requiere una preparación rigurosa de profesionales que no está exenta de dificultades y retos para el clínico (véase Strosahl, 1996). 

El avance de la Psicología Clínica y de la Salud en la atención sanitaria exige afrontar la rigidez institucional mediante un debate riguroso que impulse (dentro de la esfera de lo políticamente posible) la discusión en base a evidencia científica, económica y de la autonomía del paciente; es decir, de aquellas intervenciones que las personas prefieren o preferirían en condiciones de información óptima sobre las opciones de tratamiento, en favor del proverbial consentimiento informado. Y es en este debate donde el psicólogo tiene mucho que decir.

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