LO MÁS IMPORTANTE ES SER CAPAZ DE CONECTAR CON LAS PERSONAS COMO UN SER –ENTREVISTA A A. QURESHI, ESPECIALISTA EN PSICOLOGÍA TRANSCULTURAL

8 Sep 2009

En los últimos años, ha habido un importante cambio en la población española, puesto que se ha pasado de ser un país de emigrantes a ser un país receptor de inmigrantes. Convertirnos en una sociedad de carácter multicultural, supone ciertos cambios a los que todos hemos de adaptarnos. Uno de ellos es el derecho que todas estas personas tienen a una asistencia sanitaria de calidad, lo que implica un reto importante para nuestro sistema sanitario. Por ello, desde hace algún tiempo, el Hospital Universitario Vall d´Hebron de Barcelona ha puesto en marcha un Programa de Psiquiatría Transcultural, que cuenta con los denominados mediadores culturales sanitarios, con el objetivo de facilitar una cobertura sanitaria de calidad, independientemente del grupo étnico o cultural al que pertenezca el paciente. Adil Qureshi es psicólogo de dicho programa e Infocop Online tiene el placer de entrevistarle para sus lectores.

ENTREVISTA

Como experto en Psicología Transcultural, ¿qué necesidades se han detectado para la creación de este Programa de Psiquiatría Transcultural?

Antes que nada, quisiera agradecer la contribución de mis compañeros del Programa de Psiquiatría Transcultural: Francisco Collazos, Mar Ramos y Hida-Wara Revollo por sus aportaciones a buena parte del contenido de esta entrevista. Aunque mis respuestas sean hechas desde una perspectiva personal debo reconocer que son, esencialmente, el resultado de un esfuerzo de todo el equipo.

El Programa comenzó en el año 2002, cuando el profesor Miguel Casas fue nombrado jefe de servicio de Psiquiatría en el Hospital Universitario Vall d’Hebron. En aquellos momentos, la inmigración era un fenómeno social relativamente nuevo e inesperado. Desde el Departamento de Salud, surgió la inquietud de desarrollar un programa que atendiera de forma eficaz aquellos trastornos mentales que, bien por estar directamente relacionados con la migración, o bien por las particularidades culturales del caso, pudieran requerir un tratamiento especializado para el que la mayoría de los profesionales y recursos asistenciales de la salud mental no estaban adecuadamente preparados. Se ponía de relieve que la inmigración y las diferencias culturales influyen en la salud mental, así como también las cuestiones idiomáticas. Pero aquello sólo fue la punta del iceberg, el comienzo…

¿Podría explicarnos en qué consiste? ¿Cuáles son sus características más importantes?

En el año 2003, me vinculé al Programa, que en aquel momento empezaba a desarrollar su coordinador el Dr. Francisco Collazos, psiquiatra. En aquella época, discutimos mucho acerca de hacia dónde queríamos orientar el Programa y llegamos a dos conclusiones básicas.

La primera, dotar al término «transcultural» de un significado amplio que no quedara reducido al concepto de «inmigración», enfocándolo desde una perspectiva inclusiva que contemplara también a los descendientes de los inmigrantes y las minorías étnicas.

La segunda conclusión fue adoptar la filosofía y el espíritu de la competencia cultural. A pesar de las connotaciones negativas de este concepto, la idea es que, como clínicos y como institución, se debe tener en cuenta la diversidad cultural de los pacientes para que todos reciban una atención de la misma calidad. A nivel institucional esto se traduce en la capacidad de dar respuesta a sus necesidades de forma culturalmente sensible, prestando especial atención a las barreras idiomáticas. Para poder conseguirlo, resulta clave la mediación intercultural. Como profesionales, se deben contemplar las necesidades del individuo en su conjunto, teniendo en cuenta los aspectos biopsicosociales (y hasta los espirituales) de la existencia. La competencia cultural se entiende como un conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes, acompañado por una buena dosis de humildad cultural.

La asistencia clínica es la columna vertebral del Programa y plantea a los profesionales nuevos desafíos relacionados con la influencia y el impacto que elementos como la cultura, la raza o la inmigración ejercen sobre la salud mental, el diagnóstico y el tratamiento.

La investigación es otro de los pilares del Programa. Son múltiples las posibilidades que ésta ofrece en el campo de la Psiquiatría y Psicología transculturales. Por ejemplo, entre los proyectos de investigación que actualmente se están llevando a cabo, destaca un ambicioso estudio epidemiológico desarrollado en atención primaria en el que se compara la prevalencia de trastornos mentales entre población inmigrante y autóctona (este proyecto, realizado conjuntamente con un grupo de Zaragoza, ha recibido el apoyo del Instituto Carlos III mediante una beca FIS), permitiendo explorar la compleja relación existente entre inmigración y salud mental. Para dicho fin, se diseñó una escala: la Barcelona Immigration Stress Scale (BISS), que trata de medir el denominado estrés aculturativo. En otro de los estudios, también se analiza la aculturación, el proceso de afrontamiento, la espiritualidad, la resiliencia, etc., todo ello junto con una serie de factores sociodemográficos que parecen influir en la relación existente entre migración y salud mental. Así mismo, tenemos abierta una línea de investigación en el campo de la etnopsicofamacología, focalizada en el estudio de los factores genéticos.

Finalmente, otro de nuestros intereses es la formación. Entre los proyectos formativos que se han llevado a cabo en el Programa a lo largo de los últimos años, destacan los cursos sobre competencial cultural dirigidos a los profesionales sanitarios y la formación en mediación intercultural. Además, organizamos desde 2006 un Simposio Internacional de Psiquiatría Transcultural estructurado de forma temática en diferentes áreas de conocimiento. El último tuvo lugar el pasado mes de junio y estuvo centrado en las regiones de América Central y el Caribe.

Estos programas cuentan con una nueva figura sanitaria, el mediador cultural sanitario, ¿cuáles son sus funciones?

A lo largo de los últimos seis años, hemos tenido la oportunidad de participar en el desarrollo de este nuevo perfil profesional. Inicialmente gracias a la colaboración con la ONG SURT, mediante un taller ocupacional y, posteriormente y hasta la actualidad, gracias a un ambicioso proyecto de la Obra Social de La Caixa, el Departamento de Salud de la Generalitat de Catalunya y el IES (Institut d’Estudis de la Salut). Estas experiencias formativas nos han permitido escuchar las voces tanto de mediadores como de profesionales sanitarios que, junto con nuestra propia experiencia en el trabajo clínico con los mediadores, nos han dado la posibilidad de definir el perfil profesional de esta figura en detalle. Igualmente, en los inicios de la formación de los mediadores, resultaron muy valiosas las experiencias previas desarrolladas en Cataluña por ONG’s como AEP Desenvolupament Comunitari, y en Bélgica, el Reino Unido o los Estados Unidos.

Es bien sabido que la relación terapéutica es fundamental tanto para una buena evaluación como para una psicoterapia efectiva. Llegar a conectar con un paciente que es culturalmente diferente, que tiene un estilo de comunicación distinto y con un manejo del castellano insuficiente, supone un gran reto. Ahí es donde entra en juego el mediador intercultural. Podríamos decir que es la figura que facilita la comunicación y la relación terapéutica llevando a cabo una interpretación lingüística y cultural, a la vez que una contextualización cultural. En otras palabras, el mediador podría traducir palabras pero como ya sabemos, la comunicación es más que un simple intercambio verbal. Muchas metáforas carecen de sentido si las traducimos de forma literal y, aunque es importante que el mediador aclare el significado de las palabras, lo que resulta crucial es trasmitir su significado. Es decir, cuando el paciente dice «tengo el diablo dentro de mí», puede estar hablando en forma metafórica o bien puede ser delirante. En este supuesto no es trabajo del mediador, sino del profesional, dotarlo de interpretación clínica. Hay veces en que no es suficiente siquiera una explicación del mensaje. Como un caso en que la paciente explicaba que creía que su amiga, que estaba viviendo en casa con ella y su marido, la había hechizado. Pensé que quizás era un delirio paranoide, hasta que el mediador me advirtió de la creencia existente entre algunos miembros de su cultura acerca de los hechizos/venenos que algunas mujeres solteras de cierta edad emplean para conseguir sus propósitos sentimentales. Además, otra posible función del mediador sería la de facilitar al paciente y a su familia la información necesaria sobre el funcionamiento del sistema sanitario.

El mediador es una figura clave en el Programa, sin la que, difícilmente se podría llevar a cabo nuestro trabajo. Resulta especialmente difícil ser un mediador eficaz en el ámbito de la salud mental. El trabajo requiere la capacidad de entender lo que el terapeuta está haciendo en cada momento y priorizar siempre los objetivos terapéuticos que, en algunos casos, pueden chocar con los objetivos propios de la mediación. Esos momentos de intercambios emocionales no verbales resultan cruciales y el mediador ha de saber cuándo permanecer en silencio y cuándo debe continuar con el mensaje. Es un trabajo complicado en el que el mediador no está exento de vivir intensas emociones, fruto de la singularidad del sufrimiento del enfermo mental. Todo esto puede resultar muy impactante a nivel emocional, porque el mediador suele identificarse con el paciente. Trabajamos con mediadores a los que se ha capacitado en el auto-cuidado y el análisis de sus propios procesos, pudiendo detectarlos e identificar de qué forma afectan a su trabajo.

El hecho de emigrar a otro país puede considerarse un estresor en sí mismo, ¿cómo puede afectar este proceso a una persona?

Puede decirse que sí, siguiendo el modelo transaccional del estrés de Lazarus y Folkman: algo es estresante solamente si el individuo percibe que lo es y que no se tienen los recursos necesarios para manejar la situación. En cualquier caso, preferimos emplear el concepto del estrés aculturativo, que propone que la inmigración expone al individuo a una serie de potenciales estresores. En concreto, podemos entender que hay cuatro dimensiones implicadas: la nostalgia, el estrés generado por las diferencias culturales, la discriminación percibida y el estrés psicosocial general. La nostalgia se relaciona con el sentimiento de echar de menos aspectos de la vida anterior: el idioma, la gente, el estatus, los olores, la manera de vivir, etc. En el país receptor, el individuo puede encontrar un mundo en que todo aquello que en el país de origen era fácil y conocido se vuelve más complicado. Estos estresores generalmente son leves, pero constantes —lo que en inglés se llama daily hassles— e incluye, entre otros, el funcionamiento de la vida cotidiana o las interacciones sociales. Se habla, por ejemplo, de la incongruencia cultural, que se refiere al cambio desde el colectivismo hacia el individualismo. Otro elemento es la percepción de discriminación, es decir, experimentar rechazo por ser inmigrante o ser de un grupo concreto. Es la duda de si te tratan mal por quién eres o por cómo eres, o bien, porque perteneces a un grupo cultural diferente. Por desgracia, vemos que incluso algunos de los mediadores que formamos están sometidos a discriminación, lo que permite observar en primera persona su coste emocional. Por último, las condiciones sociales en las que viven buena parte de los inmigrantes les exponen a un nivel de estrés psicosocial más alto que el de la mayoría de la población autóctona.

Aunque la mayoría de los inmigrantes consigue afrontar estos estresores con éxito, también es cierto que el estrés puede agravar algunos problemas vitales convirtiendo algo que era manejable en un malestar más o menos intenso. También hay personas para las que el cambio cultural y contextual en sí supone un problema importante. Nos referimos pues a la identidad personal y a la vivencia en dos contextos culturales a veces opuestos. Precisamente aquellos que más intentan un vínculo con ambas culturas son, a veces, los que perciben más dificultades al ser compleja su adaptación al nuevo contexto y la falta de aceptación por parte de la cultura receptora. Vemos que frente a muchos de estos problemas la persona normalmente no dispondrá de los mismos soportes que tenia en su país de origen, y así el manejo de la situación se complica.

Es evidente que el idioma y las diferencias culturales son factores importantes, ¿podría describirnos cómo pueden afectar a todo el proceso de evaluación y diagnóstico? (validez de los instrumentos de evaluación, criterios para el diagnóstico de problemas psicológicos)

En primer lugar, aclaremos que las categorías de diagnóstico que se utilizan pueden considerarse constructos culturales más que categorías existentes de forma natural. Por este motivo, se considera que desde un principio estamos actuando en un contexto culturalmente sesgado. Esto no significa que los trastornos mentales en sí no existan sino que los criterios específicos de diagnóstico varían de forma sustancial. Así mismo, se puede observar que en cada revisión del DSM se producen cambios, los cuales comienzan a cuestionar si determinados trastornos son «reales», o bien son creaciones socioculturales, o incluso, políticas. Debe considerarse que el DSM ha dado algunos pasos como subrayar la importancia de evaluar la normalidad y la funcionalidad de todos los síntomas en su contexto cultural, por lo que un paciente que habla con sus antepasados o que ve fantasmas no tiene porqué ser considerado psicótico, o ni siquiera fuera de lo normal.

Es evidente que la cuestión va más allá. La noción de «equivalencia» es un elemento clave para la correcta utilización de cualquier test ya que debemos cerciorarnos que el instrumento en cuestión mide el mismo constructo de la misma forma en todos los grupos. De lo contrario, los resultados que obtengamos serán considerados sesgados porque las diferencias de respuesta al test que encontremos en los diferentes grupos étnicos se deberán a un error de aplicación y no al constructo objeto de estudio. Existen diversos constructos que varían de forma considerable según la cultura o que, simplemente, no existen. Por ejemplo, el concepto de la adolescencia es un fenómeno relativamente reciente y casi exclusivo del mundo occidental. Incluso el término depresión como concepto en sí no existía históricamente en algunos países como, por ejemplo, Marruecos. La mayoría de los test psicológicos precisan de algún tipo de «auto puntuación»: de hecho estamos pidiendo al paciente que se autoevalúe. Sería equiparable a si en un test de inteligencia encontráramos ítems como «se me dan bien las matemáticas» o «puedo deletrear muchas palabras» en vez de hacer al individuo un examen de matemáticas o lengua. Observamos esta misma situación en varios ítems de test como el SCL-90 o el BDI, en los que un ítem al azar que define un constructo, en este caso concreto, (depresión o síntomas psicóticos) dice lo siguiente: «sentirse desesperanzado ante el futuro» o «tener ideas y pensamientos que otros no comparten» o «Sentir que los demás me miran o hablan sobre mí». Son todos ítems que podrían simplemente considerarse definiciones de la realidad del día a día de muchos inmigrantes y no reflejar, en modo alguno, depresión o psicosis.

El idioma es otro elemento esencial. Si el individuo no entiende la pregunta, la respuesta puede no significar lo que el entrevistador cree que significa. En la práctica clínica, podemos observar pacientes que afirman «oír voces que otros no oyen» y con ello no referirse a alucinaciones auditivas, sino a la voz interior que todo el mundo tiene. También nos han derivado pacientes diagnosticados de psicosis porque afirmaban «oír voces» y no por ello ser más psicóticos que usted o yo. En nuestros proyectos de investigación, encontramos que algunas preguntas de entrevistas semi-estructuradas no se entienden bien, hasta el punto que los individuos aprueban ítems que indican, por ejemplo, desorden bipolar, pero lo que realmente quieren expresar son los momentos en que se sienten mayor alegría o euforia sin cumplir por ello criterios de patología.

Los prejuicios, nuestros filtros interpretativos, son los que complican estos asuntos. Cada individuo ve las cosas de una forma preestablecida, basándose en un conocimiento obtenido por experiencias previas, a pesar de que esas ideas pueden ser erróneas. Por eso cuando un paciente inmigrante comienza a hablar en voz alta, lo podemos asociar con lo que hemos visto en la televisión y valoramos esta conversación de acuerdo con nuestro filtro interpretativo. Es decir, podemos llegar a pensar que están siendo agresivos, cuando quizás no es su intención, pero lo vivimos como amenazante ya que el hecho de que una persona que está hablando en otro idioma suba su tono de voz nos provoca esta sensación.

Observamos, por lo tanto, con qué facilidad puede hacerse una mal diagnóstico de una persona inmigrante o perteneciente a un grupo étnico ya que la experiencia, la expresión y la explicación de su malestar puede no ser en la forma que nosotros lo esperamos cada uno tiene sus propios mecanismos de respuesta automáticos, porque entendemos la realidad de forma diferente.

¿Y a la terapia psicológica?

Existen tres modelos que se manejan en el contexto de trabajo intercultural: el absolutismo, el universalismo, y el relativismo. En el primero, se considera que un ser humano es un ser humano, y punto; estamos hechos de la misma materia biológica, por lo que la cultura no sería más que una variable, pero sin una gran relevancia. El universalismo aboga por el hecho de que, partiendo de que el ser humano es una criatura biológica, el crecer y desarrollarse en diferentes contextos culturales aporta distintos valores, estilos y perspectivas vitales. A este respecto, en ocasiones es complicado el entendimiento interpersonal, pero realizando un esfuerzo estas dificultades pueden ser superadas. Los relativistas, en cambio, consideran la cultura tan intrínseca al ser humano que cualquier tipo de entendimiento debe estar principalmente apoyado en el contexto.

Por tanto disponemos de tres perspectivas básicas de lo que cultura, inmigración y otros conceptos relacionados significan para la psicoterapia. Los absolutistas consideran que estos aspectos no tienen mayor importancia, es decir, que la cultura y resto de elementos acompañantes no representan un impacto significativo en la psicoterapia. Esta perspectiva es lo que se ha denominado «culturalmente encapsulado«. Por otro lado, los universalistas opinan que a pesar de que los procesos psicológicos son bastante similares existen diferencias significativas que deben tenerse en cuenta.

La explicación que consideramos más adecuada se relaciona con el «yo» y con lo que pueden denominarse valores culturales, por un lado, e ideas preconcebidas y prejuicios, por otro. Dentro del «yo plural» no somos todos iguales y quizás la diferencia más pertinente es la del individualismo y el colectivismo. En general, se observa que la población de sociedades egocéntricas siente que su persona acaba donde termina su piel. Los individualistas poseen una causalidad natural y un locus interno de control, en oposición a los colectivistas quienes, de forma general, tienen un locus de control externo y creen en la causalidad sobrenatural. Esto tiene un enorme impacto en el proceso terapéutico.

Por otro lado, se aprecia que uno de nuestros mayores retos está relacionado con la llamada contra-transferencia o el «filtro»que interpone el terapeuta durante la visita de un paciente y del cual surgen pensamientos u opiniones, sean positivas o negativas, como por ejemplo «su cultura es muy interesante» o «pobre, viene de una cultura tan sexista«. Nuestros prejuicios, nuestra transferencia, interfiere en la visión que tenemos del paciente hasta tal punto que puede condicionar nuestra conexión con él/ella y poder llevar a cabo una terapia efectiva.

Al mismo tiempo, las diferencias en el «yo» plantean cuestiones importantes de abordar. Como he comentado previamente, la perspectiva absolutista, considerándola «culturalmente encapsulado», pudiera no ser tan efectiva ya que no da importancia a estas diferencias. Los universalistas opinan que es necesario adaptar la terapia a los pacientes para trabajar con ellos dada la variedad del «yo» existente, pero que podemos acercarnos a los principios de la psicoterapia tal y como la entendemos. Por el contrario, los relativistas creen que la psicoterapia es un costructo propio del mundo occidental y que, si intenta aplicarse en pacientes de otras culturas sería, por tanto, un tipo de recolonización. Desde esta perspectiva, deberíamos desarrollar nuevos tipos de psicoterapias para las diferentes culturas, como por ejemplo la «terapia afrocéntrica» o la «terapia morita». En nuestro caso, nos decantamos por la perspectiva universalista pero siempre teniendo en cuenta en lo posible las limitaciones relevantes. Esto significa que modificamos las tareas, objetivos y los contenidos tratados. Significa que somos conscientes de los valores culturales implícitos que pueden estar presentes en la mayoría de nuestros enfoques terapéuticos. La clave en este asunto es la división entre el individualismo y el colectivismo, la diferencia entre la identidad impuesta y la identidad ganada (la primera hace referencia a que la identidad viene atribuida por la familia, el género, el nacimiento y características de la misma naturaleza. La segunda atribuye la identidad a los logros, a lo que se consigue ser). Muchos enfoques terapéuticos enfatizan en lo individual y creen que la idea de ser «sincero» con uno mismo es un elemento clave. Si ese yo no termina con la piel, entonces resulta necesario incorporar la familia y/o la comunidad en la concepción del yo para el trabajo terapéutico.

En mi opinión, el mayor reto para un trabajo terapéutico eficaz no tiene tanto que ver con el paciente, las técnicas, etc., sino con el propio terapeuta y con nuestros puntos débiles, miedos y prejuicios. Cuanto más dispuestos estemos a mirarnos hacia dentro con sinceridad, con la voluntad de ponernos a prueba, más fácil será abrir un espacio en que veamos al paciente con menos interferencias. En la supervisión, encontramos con frecuencia que nuestra respuesta al paciente está basada, en gran medida, en nuestra contra-transferencia. ¿Por qué somos más exigentes con unos pacientes que con otros? ¿Vemos al paciente cómo débil y vulnerable? ¿Queremos proteger al paciente? ¿O todo lo contrario?

Mantener una actitud abierta con el paciente es lo que encontramos más efectivo. Por ello, entendemos que podemos acercarnos al paciente revelándole información acerca de nosotros, siempre de una forma terapéuticamente adecuada, para hacerle sentir que puede confiar en nosotros. Mantener una actitud abierta respecto al paciente supone también comprender realmente lo que está sucediendo en su vida. Es importante reconocer que cualquier tipo de diferencia cultural es pertinente, por lo que, nuestra forma de ver las cosas puede ser diferente a la del paciente pero hemos de ser suficientemente profesionales para poder responder de la mejor manera terapéutica posible.

Para finalizar, ¿le gustaría añadir alguna cosa más?

Se ha escrito mucho acerca de la competencia cultural, acerca del conocimiento, habilidades y actitudes necesarias para trabajar de forma eficaz con pacientes inmigrantes. Lo más importante es ser capaz de ver y conectar con las personas como un ser. Si somos capaces de conseguir esto, ya tenemos la base para poder diagnosticar y tratar al paciente. Pero para conseguirlo tenemos que enfrentarnos a nosotros mismos, estar dispuestos a conocer nuestras dudas, a explorar nuestros prejuicios, y a abrirnos para permitir que todo esto aflore. La forma de trabajo no difiere tanto de la empleada para tratar a pacientes autóctonos, sin embargo, implica un reto personal confrontando nuestros sesgos y puntos ciegos interculturales.

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