FACTORES DE RIESGO O VULNERABILIDAD ASOCIADOS A LOS TRASTORNOS DE LA CONDUCTA ALIMENTARIA

3 May 2011

Carmen Maganto Mateo – Universidad del País Vasco

Los trastornos de la conducta alimentaria (TCA) han ido incrementándose en los últimos años, especialmente en la adolescencia, convirtiéndose en una preocupación social y clínica (Belloch, Sandín y Ramos, 2008). Dichos trastornos se caracterizan por graves alteraciones en las pautas alimentarias, con repercusiones físicas, psicológicas y psicopatológicas para quienes los padecen y para quienes les rodean. La persona con un TCA pone a menudo en riesgo su vida y su tratamiento requiere frecuentemente de mucho tiempo. 

Se afirma que dichos trastornos se han convertido en una epidemia, al menos en las sociedades occidentales (Sánchez, 2009). Actualmente, los datos epidemiológicos indican que el patrón habitual de la persona que sufre un TCA es el de una mujer adolescente en un 90%-95% de casos, con una ratio hombre/mujer de 1:10, siendo más frecuente el comienzo alrededor de la adolescencia y el promedio de edad entre los 15 y los 17 años (Garandillas y Febrel, 2000). El estudio de Olesti, Piñol, Martín, De la Fuente y Riera (2008) muestra los siguientes datos de prevalencia: anorexia nerviosa, 0,9%; bulimia nerviosa, 2,9%; y trastorno de conducta alimentaria no especificado, 5,3%. Los datos nacionales presentados por Asociación Contra la Anorexia y Bulimia de La Rioja (Martínez, 2009) informan de que, en el último año, la anorexia subió del 1% al 3% de la población y la bulimia del 3% al 6%; datos alarmantes ya que coinciden con el descenso del inicio de estos trastornos a la edad de 10 años.

No hay duda de que en la pubertad/adolescencia la vulnerabilidad es más elevada, por lo que es preciso profundizar en las variables que están asociadas a dichos trastornos a fin de poder establecer medidas preventivas.

La clínica y la investigación de estos trastornos, aun siendo amplia, no arrojan datos confirmatorios sobre su etiología, aunque cada vez más estudios confirman la participación de factores genéticos y biológicos, socioculturales, familiares y de índole personal asociados a los mismos.

Factores genéticos, biológicos y/o endocrinológicos

La herencia juega un papel en la susceptibilidad para desarrollar este tipo de trastornos. Se han detectado anomalías en la neurotransmisión cerebral, así como disfunciones en el eje hipotálamo-hipofisario y gonadal. Los factores genéticos en la transmisión familiar de la anorexia están en primera línea de investigación sobre la enfermedad. A nivel endocrinológico, se han encontrado alteraciones hipotalámicas con incrementos de los niveles de serotonina; alteraciones en el eje hipotálamo-hipófisis-tiroides y alteraciones del metabolismo de los hidratos de carbono y de la prolactina, entre otras. Sin embargo, en la actualidad es necesario descubrir si dichas alteraciones son primarias o secundarias al desarrollo de la enfermedad. Respecto a la bulimia, se han observado alteraciones en los sistemas neurotransmisores relacionados con la modulación del apetito; así como se ha buscado una posible relación entre trastornos afectivos y bulimia mediante marcadores biológicos vinculados con la depresión, encontrándose similitudes en los perfiles neuroendrocrinológicos de ambos procesos (Fava et al., 1989).

Factores socioculturales

La publicidad y la rentabilidad económica de las industrias relacionadas con el moldeamiento del cuerpo (gimnasios, cirugía plástica, asesoramiento dietético, industria farmacéutica, diseños homogeneizantes de tallas, etc.) promueven una sobrevaloración de los cuerpos femeninos delgados y de los cuerpos masculinos musculosos. Para muchas mujeres, se ha consolidado la asociación de delgadez con belleza, fuerza de voluntad, control, competitividad, autoestima y éxito social, y para muchos hombres la necesidad de muscular el cuerpo a base de gimnasios, anabolizantes y otras prácticas deportivas vigorizantes (Maganto y Cruz, 2008; Williams, Germov y Young, 2007). Numerosos estudios realizados sobre factores de riesgo para el desarrollo de los TCA coinciden en que la insatisfacción de los adolescentes con su imagen y el deseo de reducir peso alcanza hasta un 50%, y que el éxito y aceptación de los iguales está vinculado a estos patrones (Dorian y Garfinkel, 2002; Storvoll, Strandbu y Wichstrom, 2005; Wiseman, Sunday y Becker, 2005).

El aumento de los problemas de la imagen corporal en adolescentes se da, por un lado, por la posibilidad de intercambio de información de manera momentánea a nivel mundial y, por otro, por el énfasis puesto por la propia sociedad en la imagen como valor social. El estudio de Bell, Lawton y Dittmar (2007) muestra que los factores sociales están estrechamente relacionados con la insatisfacción corporal, sobre todo los que promueven los medios de comunicación (televisión, Internet, revistas, cine, etc.), pues ofrecen influyentes mensajes acerca de lo aceptable o inaceptable de ciertos atributos físicos.

Factores familiares

Los estudios recientes parecen indicar que el desarrollo de estos trastornos puede ser atribuido a varios factores: a) las diferencias de género en el patrón de educación y socialización parental -niñas educadas para poseer valores «femeninos» (orden, preocupación por el aspecto físico y cuidado de los demás) y niños educados para mantener una actitud más autónoma, autodirigida y orientada a sus logros-; b) la fragmentación de la familia tradicional; c) los cambios en los hábitos y estilos de alimentación; d) la falta de control parental en la dieta alimentaria; y e) la propia preocupación y/o antecedentes parentales en relación con estos problemas.

En el intento de entender el incremento de las tasas de la obesidad infantil (Chinn y Rona, 2001; Ogden, et al., 2006), los investigadores han subrayado el rol de las prácticas de alimentación que ejercen los padres (Birch y Fisher, 1998, Fixher y Birch, 1998; Salvi, Elmo, Nitecki, Khiczynski y Roemmich, 2011), mostrando los estudios resultados dispares entre el incremento de peso y el control parental. Parece que un control manifiesto (prohibitivo) incrementa el deseo de comer lo restringido y, por tanto, no reduce el peso de niños y púberes, mientras que un control encubierto (no teniendo en el hogar alimentos basura o snacks no saludables) reduce el sobrepeso (SP) y la obesidad (OB). En la actualidad, la disponibilidad de comida rápida y snacks no saludables por parte de los niños dificulta las tareas de control parental en las dietas familiares. No es saludable, como se verá más adelante, insistir en la imagen corporal o el peso en el intento de reducir el SP y la OB y las recomendaciones frente a ello desaconsejan dietas restrictivas en la infancia. 

Las últimas cifras sobre la prevalencia de SP y OB en la infancia, ofrecidas por la Fundación Thao Salud Infantil (Estévez-Santiago et al., 2010), no dejan de ser preocupantes (11,2% de SP y un 9,3% de OB). Son varios los estudios que insisten en el factor protector de la familia respecto a la ingesta saludable en niños y el mejor control del SP y la OB, recomendando que los niños y las niñas realicen comidas regulares con la presencia de la familia.

Las relaciones familiares basadas en la recompensa emocional por una docilidad extrema conllevan, en la época de la adolescencia, la rebeldía silenciosa del oposicionismo alimentario, con graves consecuencias, especialmente en mujeres. Todos estos datos de índole familiar son factores de riesgo de problemas relacionados con diferentes expresiones de la ingesta alimentaria (Hurley, Cross y Hughes, 2011).

Factores psicológicos

Repetidos estudios dan fe de que los factores asociados a dichos problemas son: la insatisfacción y distorsión de la imagen corporal, los índices de masa corporal (IMC) extremos, el uso y abuso de dietas injustificadas, la depresión y la ansiedad.

Imagen corporal

En la pubertad/adolescencia, una excesiva preocupación por el aspecto físico y una sobrevaloración del cuerpo afectan a ambos sexos. La distorsión por infra o sobre-estimación corporal y la insatisfacción con la propia imagen pueden dar lugar a problemas emocionales vinculados con la alimentación (Cruz y Maganto, 2002; 2003; Maganto y Cruz, 2002; Maganto, Cruz y Etxebarria, 2003; Markham, Thompson y Bowling, 2005), confirmándose igualmente la correlación positiva entre la insatisfacción corporal y los trastornos de la conducta alimentaria (Berg, Frazier y Sherr, 2009). La persona se niega a mantener su peso corporal dentro de los parámetros considerados normales para su edad y altura, pues tiene distorsionada su figura corporal. Las personas se ven gruesas, a pesar de que su peso se encuentra muy por debajo de los límites saludables y, por ello, tienden a perturbarse constantemente haciendo dieta (Gómez, García y Corral, 2009; Quintanilla et al., 2008). Está demostrado que la relación entre disfunción alimentaria y alteración de la imagen corporal es unidireccional, y que son las alteraciones de la imagen corporal las que contribuyen a que se desencadene un trastorno alimentario y no a la inversa. El rango de edad más crítico se corresponde con el período de entre los 13 y los 19 años, aunque ha ido ampliándose el intervalo de inicio (Maganto y Cruz, 2008). Curiosamente, en una reunión de niños en preparación para la primera comunión, abordando el tema de cómo irían vestidos ese día, me sorprendió descubrir que varias niñas estaban haciendo «régimen para el traje«, porque ese día querían estar delgadas y más guapas y estar como «princesas«. En muchos casos, sus madres se habían propuesto una dieta para estar, «ese día«, también más guapas. Cuando, en la infancia, el criterio de dieta es la imagen corporal, no pueden sorprendernos la presencia de conductas alimentarias no saludables de las y los adolescentes ante una imagen corporal que no les satisface.

Hay adolescentes con una insatisfacción importante con relación a su imagen corporal al distar sobremanera del modelo social propuesto. El consiguiente deseo de imitar y asemejarse a este modelo parece que está favoreciendo el incremento de la patología del trastorno de la imagen corporal. Las investigaciones indican que una percepción distorsionada de la imagen del propio cuerpo, vinculada a una insatisfacción corporal, está en la base de estos trastornos. La revisión de los problemas de imagen corporal en adolescentes (Cruz y Maganto, 2002; Maganto y Cruz, 2002; Kortabarria y Maganto, 2010), confirma la creciente incidencia de este problema en población adolescente, así como las variables vinculadas a esta problemática: errores alimenticios y dietas tempranas, dificultad para expresar las emociones, ignorancia sobre la gravedad de los trastornos alimenticios y desconocimiento sobre dónde acudir en caso de iniciarse dichos problemas. Relacionado con este problema, está el índice de masa corporal, es decir, el peso real que una persona tiene, tal y como veremos seguidamente.

Índice de masa corporal: infrapeso y obesidad

También ha confirmado la investigación que la satisfacción corporal está relacionada con el índice de masa corporal (IMC). Las personas más obesas presentan más insatisfacción corporal que las menos obesas (Carta, Zappa, Garghentini y Caslini, 2008; Shin y Shin, 2008). No obstante, otros estudios confirman parcialmente estos resultados (Cruz y Maganto, 2003; Maganto y Cruz, 2008; Presnell, Pells, Stout y Mutante, 2008), ya que se ha encontrado mayor nivel de insatisfacción en las chicas independientemente del IMC, pero también se corrobora que a mayor IMC, mayor insatisfacción.

Aunque la relación entre distorsión de la imagen corporal e IMC es evidente, difiere el sentido de la relación entre varones y mujeres. Los chicos de bajo índice de masa corporal tienden a verse más gruesos de lo que están, y viceversa, los más obesos tienden a distorsionar su imagen y se perciben con un IMC inferior al que poseen, como respuesta a la deseabilidad social. Sin embargo, las chicas de mayor índice de masa corporal, las chicas con SP o con OB, reconocen su sobrepeso y no todas cambian a una ingesta más adecuada, mientras que las que tienen infrapeso, es decir un índice de delgadez por debajo de lo normal, son las que más distorsionan su imagen viéndose con un IMC superior al que les corresponde y, por tanto, con deseos de bajar peso. En síntesis, la razón por la que las mujeres no se encuentran satisfechas con su peso es porque quieren estar más delgadas, incluso las de menor IMC, cosa que no ocurre en los chicos. Por consiguiente, de la mano de la insatisfacción y la distorsión de la imagen corporal está el patrón alimentario (Maganto y Cruz, 2008).

El constatado aumento del SP y de la OB es evidente en las sociedades industrializadas. Los últimos cálculos de la OMS indican que, en 2005, había en todo el mundo aproximadamente 1.600 millones de adultos mayores de 15 años con sobrepeso y al menos 400 millones de adultos obesos. Esta misma institución calcula que, en 2015, habrá aproximadamente 2.300 millones de adultos con sobrepeso y más de 700 millones con obesidad. En España, en los últimos 15 años, se ha triplicado el número de niños con sobrepeso. Actualmente, en nuestro país, el 16,1% (un 11% más que hace cinco años) de los menores de entre 6 y 12 años es obeso, situándonos en el cuarto puesto de los Estados de la Unión Europea con mayor número de niños con obesidad. 

Este problema ha sido considerado propio de países con alto nivel de vida. Sin embargo, los datos constatan que los países con medio e inclusive bajo nivel de vida están sufriendo un rápido aumento de enfermedades crónicas como el sobrepeso y la obesidad, sobre todo, en el medio urbano. No es raro encontrar la coexistencia, en un mismo país y en un mismo hogar, de la subnutrición y la obesidad, lo que genera una morbilidad múltiple.

Algunos ejemplos que nos advierten de los factores que inciden en este problema son la combinación de un consumo excesivo de nutrientes y el estilo de vida sedentario (Bleich, Cutler, Murray y Adams, 2007). Además, es incuestionable el papel que juega el márketing en la alimentación. El aumento de anuncios televisivos y de propagandas dirigidas a niños sobre dulces y comida rápida ha permitido constatar que a mayor exposición a dichos anuncios, mayor incremento de consumo de comidas rápidas y de dulces. El mayor consumo diario de alimentos congelados densos en calorías que se cocinan en el cómodo horno microondas, así como el fomento de aperitivos snacks para quitar el hambre, está incidiendo en el aumento del SP y de la OB en la población en general (Wansink y Huckabee, 2006). Desde 1980, los restaurantes de comida rápida han visto un crecimiento dramático en términos del número de ventas y de consumidores atendidos. Comidas a bajo costo y una intensa competencia por una porción del mercado han conducido a un incremento en el tamaño de las porciones (López, 2004). Por ejemplo, las porciones de las patatas fritas de McDonald´s aumentaron desde las 200 calorías en 1960, hasta más de 600 calorías hoy en día.

En el año 2007, en el Reino Unido, el informe realizado por Derek Wanless para la Fundación del Rey advirtió que, a menos que se tomen medidas políticas, la obesidad tendrá la capacidad para paralizar el Servicio Nacional de Salud desde el punto de vista financiero (Wanless, Appleby, Harrison y Patel, 2007).

Dieta

La relación entre alimentación, obesidad y TCA ha sido repetidamente investigada. La contradicción de la sociedad que, por un lado, propicia la obesidad y, por otro, el ideal de la delgadez incide en estos trastornos. El seguimiento de dietas de adelgazamiento es la conducta alimentaria desajustada más frecuente, siendo las mujeres las que recurren a esta conducta en mayor medida (Acosta y Gómez, 2003; Acosta et al., 2006). Cuanto más rígido es el intento de perder peso, mayor es la probabilidad de perder el control y de acabar comiendo más de la cuenta y, a su vez, mayor es la probabilidad de padecer un trastorno de la conducta alimentaria (Polivy, Coleman y Herman, 2005; Hill, 2007).

Las razones para iniciar una dieta son similares en función del género (Maganto, Garaigordobil y Maganto, 2010; Ramos, Rivera y Moreno, 2010), demostrándose que no se inicia una dieta porque sea saludablemente necesario bajar peso, sino por la percepción distorsionada del cuerpo. Sin embargo, en los adolescentes se demuestra que el patrón alimentario de las personas obesas es más inadecuado que el de las normales o el de las de bajo peso. Las personas obesas hacen un uso repetido e inadecuado de dietas y abandonan, frecuentemente, las mismas, quedando demostrada la relación entre alimentación, imagen corporal y TCA (Johnson y Wardle, 2005; Kortabarria, Maganto, Iriondo y Macias, 2010).

El patrón alimentario de la persona con anorexia es restrictivo, siguiendo, progresivamente, dietas cada vez más hipocalóricas. Comienzan a reducir lo que de motu propio o culturalmente consideran alimentos «que engordan», rechazan las grasas y los hidratos de carbono. La progresiva restricción alimentaria despierta la alarma de la familia. La paciente intenta mantener oculta la conducta de rechazo a la comida, utilizando diferentes subterfugios, dice que no tiene apetito, o que ya ha comido a otras horas. En realidad, malcome a solas, tira la comida, la esconde o, simplemente, se enfrenta a la familia manteniendo de modo terco su escasa ingesta (Calvo, 2002; Toro, 2004).

También altera las formas de comer. Las chicas con anorexia, que, por lo general, son ordenadas pulcras y educadas, parecen olvidar las normas sociales relativas a la mesa, utilizando las manos, comen lentamente, sacan la comida de la boca para depositarla en el plato, la escupen, la desmenuzan y terminan estropeando los alimentos. Al final, la cantidad de comida rechazada es superior a la ingerida, aunque la persona con anorexia no aceptará esta observación y para ella habrá sido una comida muy copiosa. Con la restricción alimentaria, se provoca estreñimiento, y, por ello, se hace habitual el uso y abuso de los laxantes, que cumple dos objetivos, por un lado, combatir el estreñimiento, aunque en realidad su uso lo potencia, y, por otro, vaciar lo antes posible el aparato digestivo para pesar cada vez menos y sentirse más ligeras.

El patrón alimentario de la persona con bulimia se define, por un lado, por la presencia de atracones recurrentes y, por otro, por las conductas compensatorias inapropiadas, como pueden ser, el uso de laxantes y de diuréticos, la provocación del vómito, el ayuno, etc. También las chicas con bulimia desean estar más delgadas y, lógicamente, tienen problemas de imagen corporal, distorsionando la percepción de su cuerpo, aunque en muchas ocasiones, cuando manifiestan estar por encima de su peso, tienen razón (Moreno, Rodríguez-Ruiz y Fernández-Santaella, 2009). Sin embargo, al contrario que en la anorexia, en la bulimia parece que se tiene mayor conciencia de enfermedad y, aunque intentan mantener los síntomas ocultos por vergüenza y se niegan a ser tratadas, en el fondo piensan que sus conductas no son normales. Vomitar está socialmente mucho peor visto que no comer y tiene unas connotaciones de falta de control y dejadez sobre sí mismas, que son inaceptables para el entorno. Esto la persona con bulimia lo sabe, entre otras razones, porque ella misma lo siente también así. Además, cuando vomitan, a menudo, lo perciben como un descontrol total.

Cuando presentan sobrepeso a causa de una ingesta excesiva que las conductas de purga no pueden reducir, el temor a llegar a ser obesas y la percepción de su cuerpo no son suficientes para reducir los atracones. La solución creen encontrarla en los periodos intermitentes de dieta restrictiva. Normalmente, se plantean, no una dieta normal, sino compaginar atracones y conductas purgativas, lo que hace que se agudice más el trastorno, sobre todo, si no consiguen perder peso (Szydlo y Woolston, 2006).

Depresión

El trastorno depresivo es el más común en la anorexia y la bulimia nerviosa (Needham y Crosnor, 2005). En adolescentes, la relación TCA-depresión está mediada por la insatisfacción corporal y, ésta, a su vez, por el IMC. En el estudio de De Sousa (2008), se observó que a mayor puntuación en IMC o en la percepción de estar obesos, se daban puntuaciones más elevadas en depresión. Santos, Richards y Bleckley (2007) y Downs, DiNallo, Savage y Davison (2007) demuestran que cuanto mayor es el IMC mayor insatisfacción corporal y, consecuentemente, mayor depresión. Pudiera ser que la insatisfacción corporal y el IMC fueran variables predictoras de la depresión en adolescentes. En el estudio de Fennig y Hadas (2010) y en el de Cahill y Mussab (2007), se ratifica que, a mayor depresión, más elevadas son la puntuaciones en TCA, ya que hay una alta correlación positiva entre la depresión y los trastornos de la conducta alimentaria.

Ansiedad

Estudios recientes en pacientes con TCA (Spindler y Milos, 2007) indican que la comorbilidad ansiosa está intensamente relacionada con los síntomas que definen a los trastornos alimentarios, como la realización de dietas erróneas, las preocupaciones en torno al peso y a la imagen corporal, los atracones alimentarios y las purgas. Bardone-Cone et al. (2010) explican en su estudio que, cuanto más elevada es la puntuación en la obsesión por la delgadez, bulimia e insatisfacción corporal, también es mayor la ansiedad y la depresión de los participantes. Existen datos suficientes que muestran que éstos son un factor de riesgo en el desarrollo y mantenimiento de los trastornos de la conducta alimentaria (Jacobi et al., 2004). También la ansiedad está a su vez relacionada con el IMC, encontrándose que la ansiedad y la depresión son significativamente mayores en mujeres que tienen bajo peso (IMC < 18), que en las mujeres que tienen sobrepeso (IMC entre 25 y 30) u obesidad (IMC > 30). Comparando los varones y mujeres obesos con los que tienen un índice de masa corporal normal, los obesos son más propensos a sufrir ansiedad y depresión que los que tienen un índice de masa corporal normal (Zhao et al., 2009).

Tras la revisión precedente podemos afirmar que la presencia de una serie de variables relacionadas entre sí propicia el desarrollo y mantenimiento de trastornos de la conducta alimentaria, siendo la edad un factor decisivo para concluir cuál de ellas tiene más peso en la etiología o mantenimiento de los mismos. Entre púberes/adolescentes, la distorsión de la imagen corporal, el inicio precoz de dietas, los extremos en el IMC, junto a la ansiedad y depresión, están en la base de dichos trastornos.

Para consultar las referencias bibliográficas citadas en este artículo, pinchar aquí

Sobre la autora:

Carmen Maganto Mateo. Es psicóloga clínica y doctora por la Universidad de Barcelona. En la actualidad, es profesora titular en la Universidad del País Vasco. Es especialista en trastornos de la conducta alimentaria y la imagen corporal y, como tal, ha participado y dirigido numerosos proyectos de investigación sobre estos temas. Así mismo, es autora de innumerables libros, artículos, conferencias y congresos. Obtuvo el Premio Nacional de Investigación otorgado por la Editorial TEA, por el diseño del Programa Preventivo sobre Imagen Corporal y Trastornos de Conducta Alimentaria (PICTA). 

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