EDITORIAL ENERO-MARZO 2012

6 Mar 2012

Vivimos momentos de crisis. No está nada claro cuántas dimensiones tiene esta crisis, pero al menos en dos hay acuerdo general. El sistema productivo, tal y como lo conocemos, parece que tiene que sufrir una profunda mutación. Ahora está en una fase de transición. Casi cinco millones y medio de parados dan fe de la profundidad del terremoto que ha afectado a la forma en la que creamos riqueza en España. Se insiste en que tenemos que salir de una economía que estaba muy asentada en la burbuja inmobiliaria y especulativa, así como en una fuerte dependencia de la iniciativa y el empleo públicos, para entrar en otra que se sustente en la creatividad e iniciativa individuales, la producción tecnológica con alto valor añadido, los servicios que den respuesta a las nuevas demandas de una sociedad en cambio, todo ello rematado con una mayor productividad. La otra dimensión incuestionable de esta crisis es la revisión de la definición y límites de lo que entendemos por estado del bienestar.


Francisco Santolaya Ochando

Mientras unos hablan de mantener las prestaciones fundamentales del sistema de pensiones, la educación y la sanidad públicas dentro de los parámetros actuales, otros quieren introducir reformas más o menos profundas con el fin, declaran, de hacer sostenibles esas coberturas sociales, sin que las bases sociales y económicas que las sustentan se vean amenazadas. Es evidente que ambas dimensiones de la crisis están conectadas, ya que el estado del bienestar no es independiente de la creación de la riqueza que lo hace posible, pero tampoco la creación de riqueza en la Europa del Siglo XXI puede pretender asentarse en la desigualdad extrema y la injusticia.

Los psicólogos sufrimos la crisis como todos los ciudadanos, pero también tenemos mucho que decir y aportar en esta delicada situación. Una tormenta económica de la profundidad y duración de la actual, aumenta las posibilidades de que las desigualdades se incrementen, debido a la supresión o reducción de las medidas correctoras o de soporte social tanto en el ámbito educativo como en el sanitario. Si se eliminan recursos de apoyo en la escuela, es muy probable que los resultados que se obtengan puedan ser peores, en términos globales, que los que se obtienen actualmente y que se resienta la capacidad de la educación para aumentar las oportunidades y las posibilidades de progreso para los que tengan más problemas y menos recursos para resolverlos. Es completamente ilógico que las autoridades educativas no hagan todo lo posible para reducir la ineficiencia de un sistema cuyos resultados están muy lejos del punto óptimo. Si se restringen los recursos asistenciales en el ámbito de la salud mental, estamos dejando desprotegido a un gran número de ciudadanos que presentan trastornos que tienen una gran prevalencia, producen una gran cantidad de sufrimiento, deterioran de manera muy notable la calidad de vida e inciden de forma determinante en la actividad laboral.

Lamentablemente, puede que, en estos últimos tiempos, haya tenido un mayor predicamento la idea simplona de que un aumento de la desigualdad va a producir una mayor productividad y eficiencia del sistema productivo, y, en consecuencia, a medio y largo plazo, un mayor bienestar social. Éste es un asunto de debate ideológico en donde no me corresponde entrar. Sin embargo, me gustaría señalar que los datos de importantes estudios sociológicos van en sentido contrario. Las sociedades más desiguales, donde los mecanismos de amortiguación del estado de bienestar no funcionan para reducir las diferencias económicas extremas, tienen peor calidad de vida, más problemas de salud, más insatisfacción, y no son, en absoluto, las más innovadoras y eficientes. El libro de Richard Wilkinson y Kate Prichet titulado «Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva» apunta en esa dirección.

Evidentemente, los psicólogos profesionales no tienen capacidad para alterar las estructuras económicas y sociales que condicionan primariamente la desigualdad social. Ahí se está en un nivel político, social y económico ajeno a las capacidades de intervención de nuestra disciplina. Pero la intervención de los psicólogos dentro de los servicios de salud, educativos y sociales sí puede ser efectiva y eficiente para paliar y corregir los efectos que la desigualdad y, más aún, la crisis ejerce sobre las personas.

La presencia de más psicólogos profesionales tanto en la sanidad como en el sector educativo no debe verse sólo como una defensa del estado de bienestar, sino también como un sólido apoyo a las políticas que buscan rentabilizar cada euro que se invierte por las Administraciones Públicas en esos importantes servicios públicos, y como una aportación notable a la mejora de las capacidades productivas en una sociedad avanzada.

No se trata por tanto de un gasto suntuario e ineficaz. Cada euro que se gaste en mejorar el acceso de la población a los servicios psicológicos obtendrá retornos considerables tanto en bienestar social como en la mejora de nuestra capacidad de producir riqueza. Los estudios sobre la eficiencia de la intervención psicológica profesional en múltiples contextos así lo avalan. Esperemos que nuestras autoridades tomen las decisiones con los datos en la mano, y sin prejuicios basados en clichés que poco tienen que ver con la realidad. Esa es al menos una esperanza a la que no queremos renunciar.

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