SABERNOS MORTALES

14 Ago 2006

Entre los días 24 y 26 de julio, se celebró como parte del programa de cursos de verano ofertados por la Universidad del País Vasco, el curso Muerte, Duelo y Esperanza, coordinado por el psicólogo Patxi Izagirre Ormazabal. Infocop Online ofrece, a continuación, una de las ponencias que fue presentada por el coordinador a lo largo de esos días.

PATXI IZAGIRRE. Gipuzkoa. 25 DE JULIO

Para mostrar esta visión humanista de la vida, vamos a centrarnos en un paradigma holístico.

Estamos habituados a escuchar un discurso único y mecanicista entorno a las explicaciones de la salud y la enfermedad, y necesitamos comprender que tal discurso está empobrecido. La persona es un ser integral y como tal, está interrelacionado en su cuerpo, mente y emociones. Lo que nos ocurre en uno de los niveles, se ve reflejado de forma directa en los otros dos y viceversa.

 

El nivel intelectual, la mente, es el plano que gobierna a la persona y controla la conducta. Cuando una emoción sentida busca expresarse y la persona no lo hace, entendemos que nuestra mente ha reprimido la expresión de esta emoción por algún tipo de temor. Sabemos que esta actitud puede resultarnos adaptativa en muchas ocasiones, e incluso la interpretamos como signo de madurez, al prevenirnos de una situación, a priori amenazante. El conflicto surge cuando esta prohibición mental se perpetúa y automatiza en la persona en cuestión. La tensión interna que genera tal frustración necesita expresarse de alguna manera y es en el cuerpo en donde encuentra la manera de que «se le haga caso».

Existe la necesidad de que nos alfabeticemos emocionalmente. Saber que un «no sé qué me pasa», puede decirse también como un siento rabia; o un «me duele la cabeza» quizás sea sinónimo de «¡siento miedo de no llegar a todo!». Nos movemos en un plano de sensaciones que están desconectadas de un sentido integral de la persona, lo que hace que estemos como deshabitados o viviendo una realidad virtual.

Poder identificar las sensaciones corporales con sentimientos y, en correspondencia, saber cómo actuar en relación a ellos, requiere que nos habituemos a verlas en nuestro entorno y, por tanto, admitirlas como humanas. Si un niño nos pregunta si estamos enfadados, cuando de hecho lo estamos, y le decimos que no, estamos invitándole a confundirse y a interpretar fantásticamente la realidad «entre líneas»… Le obligamos a que niegue su asociación natural de ceño fruncido igual a rabia, y a que aprenda de memoria que ojos rojos quieren decir «invasión de mosquito«. ¿Podemos decirle: «¡Sí, estoy enfadado!»? Esta es la manera de que el niño me crea y sepa que también él puede hacerlo, puede enfadarse, y, además, aprenderá a confiar en expresar las emociones que siente como ciertas. Cuando se nos acelera el corazón, nos sudan las manos, sentimos un ahogo en el pecho… nos estamos preparando para defendernos de una situación amenazante.

A menudo, esta amenaza está en nuestra mente y pertenece al pasado. Vivimos construyendo un futuro que nace de un pasado no actualizado en el presente. Esto nos lleva a cometer una y otra vez errores similares. Es decir, en lugar de ocuparnos de las dificultades, nos preocupamos de los problemas. Volvemos a caer en el error de remar en direcciones diferentes, la emoción por un lado y la mente por otro. Por tanto, el cuerpo tiene que poner orden y manifestarse para imponer el principio de realidad.

El cariño incondicional es a mi juicio, el ingrediente fundamental para un vínculo de apego sano y seguro. Para esto, es necesario acoger también el dolor y la frustración como parte de la vida, y es sobre este aspecto donde centro estas líneas.

Entiendo la inteligencia emocional del ser humano como la conciencia de vida y de muerte. Esto es, el sabernos protagonistas de lo que nos ocurre en nuestras vidas, tanto en el placer como en el dolor. Claro que, mientras ante el placer nuestras hormonas sonríen, ante el dolor nos encogemos por el miedo.

Uno de los estímulos principales para el despertar de la inteligencia, lo podemos encontrar en saber posponer el placer. Me explicaré: la niña que sabe esperar a comerse el chicle hasta después de comer el bocadillo, sabe también confiar y desarrollar la esperanza en un incentivo futuro. Así, aprende a valorar el esfuerzo y se ilusiona en aras de una meta a conseguir. Incluso en algunos casos, comprende que el domingo es el día en el que va a la tienda y se compran las chuches. Observemos la organización mental que requiere el aceptar la frustración momentánea de no comer chuches entre semana, porque han integrado el no como parte del «trato». Un trato que siempre debe de cumplirse pues, precisamente consiste en confiar con esperanza.

 

Si entendemos la esperanza como la capacidad de esperar, comprenderemos la ansiedad provocada por no satisfacer inmediatamente el placer que vivimos actualmente en nuestra sociedad. Podemos argumentar incluso, que la ansiedad viene a ser como el chispazo que se produce cuando chocan el deseo y el miedo. Por tanto, en una sociedad de consumo y hedonista hasta límites insospechados como la que vivimos, ¿qué hacemos con el dolor?.

Afortunadamente el ser humano ha desarrollado medicinas para paliar el dolor físico, mejorando nuestra calidad de vida y ayudándonos a tener una muerte digna. El dolor que podamos evitar nos aliviará en nuestro camino, no es cuestión de convertirnos en mártires buscando la purificación divina. Ahora bien, opino que el dolor emocional también cuenta, aunque no se vea en una radiografía, y es en este dolor donde voy a poner la atención ahora.

Resulta llamativo como sabiendo que vamos a morir con un cien por cien de fiabilidad, es decir, no hay margen de error alguno, negamos la muerte como si fuésemos inmortales. Y no tenemos más que fijarnos en las estadísticas de accidentes de tráfico, las muertes derivadas del consumo de tabaco… Pensamos que pasa lejos o al vecino, pero nunca a nosotros. Está claro que de la evitación de algo doloroso hemos pasado a la negación de su existencia y he aquí donde construimos el tabú. No parece pues muy inteligente por nuestra parte, generar unas expectativas de inmortalidad que nos atrofian recursos de adaptación, necesarios para la integración de las pérdidas y los desapegos que son inherentes a la evolución de las personas. El dolor es como nuestra sombra que nos empuja desde el momento del nacimiento y nos acoge en el último viaje. Algunos opinan: «somos olas que al morir en la playa, se reúnen en el mar».

Desde mi experiencia profesional en la elaboración de duelos, entiendo que el aprender a vivir con el dolor y encontrar un nuevo sentido a la vida es el objetivo de muchos padres que han perdido algún hijo, por citar un tipo de pérdida. El dolor tan desgarrador resulta a menudo incomprendido por una sociedad a la que le incomoda el llanto continuado y tiene prisa por ver ya recuperado al doliente. Sin duda, es el temor al propio dolor el que les aleja de personas en sufrimiento. La elaboración sana de una pérdida de forma resiliente puede generar en el paciente una capacidad de afrontar las crisis, diferente y más fortalecida. Las distintas fases y estados anímicos por los que se atraviesa en un proceso de duelo son complejos de recoger en unas líneas, pero sí me atrevería a decir que: «los colores son el sufrimiento de la luz».

El tomar conciencia de nuestro dolor nos enseña a reconocer nuestras limitaciones, salir del perfeccionismo, reconocer el propio vacío… sabernos mortales nos humaniza. No se trata de tener todo lo que queremos, se trata de querer todo lo que tenemos. Quizás de ésta manera comprenderemos que ni somos el gigante de nuestros sueños, ni tampoco somos el enano de nuestros complejos.

Podemos entender la salud psicológica como un proceso de liberación interior, a través del cual nos vamos enfrentando a temores infantiles que nos esclavizan de fantasmas imaginarios. El amor no es tolerancia pasiva, necesitamos confrontación amorosa.

Crecemos y nos educamos en base a las expectativas que tienen de nosotros. Nuestra vida tiene un sentido si coincide con estos aspectos y, cuando no es así, se produce una crisis existencial. Es ahora el momento de integrar y recobrar aquello de lo que nos avergonzábamos. Solo así superamos este bache, ya no sirven nuestras caretas. En juego está nuestra autenticidad. ¡Sé más uno y no uno más!. En nuestras manos no está el volver hacia atrás y cambiar la tragedia, pero sí está la manera de afrontar el dolor.

 

Dependiendo de nuestra actitud, actuaremos como una mosca que es capaz de encontrar la mierda en un campo sembrado de flores. O bien, actuar como una mariposa que sabe encontrar una flor en medio de un campo de estiércol.

Hoy en día hemos pasado a confundirnos con una permisividad catastrófica en la educación de nuestros hijos, y esto les genera mucha inseguridad porque, ¿dónde están los límites? ¿Cómo salir del egocentrismo narcisista?.

La capacidad de tolerar la frustración, posibilita el creernos capaces de construir un futuro con ilusión. Ocurre que, en nuestra sociedad, hemos desmembrado excesivamente el binomio placer-frustración. Desde mi punto de vista, el hilo conductor que necesitamos para unir ambas polaridades es la esperanza. Como decía al principio «la capacidad de esperar». El confiar nos refuerza la autoestima, atempera nuestra paciencia y, sobre todo, nos ayuda a ser conscientes de lo que queremos realmente y no de forma mercantilista. Aprendemos a visualizar un futuro que colme la frustración momentánea y así al obtener el objeto, sabemos gozarlo con intensidad y sabor a premio.

Ampliar nuestro umbral de conciencia y permitir así que podamos representar mentalmente una realidad temida, y atrofiada por tanto, en el sustrato radicalmente creativo. Educarnos para la vida consciente pasa por integrar también lo doloroso y entender nuestra humanidad. Quizás así cooperemos también como especie. Una vez escuché que sólo las especies que colaboran son las que perduran y evolucionan. Entendamos pues, como Darwin nos animaba ya a trascender nuestro egocentrismo. Como decía Teilhard de Chardin «todo lo que se eleva converge», y es aquí donde encontramos el apoyo necesario para dar estructura y hablar así del sentido de la vida. Trascender nuestro pensamiento egocéntrico en virtud de la humanización consciente.

Borges decía:

 «Un hombre rico no es aquel que más tiene, sino el que menos necesita»…

Esto es muy bonito

Y uno aprende

Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y

encadenar un alma,

Y uno aprende que el amor no significa recostarse y una compañía no significa

seguridad

Y uno empieza a aprender…

Que los besos no son contratos y los regalos no son promesas

Y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos

Y uno aprende a construir todos sus caminos en el hoy,

Porque el terreno de mañana es demasiado inseguro para planes…

Y los futuros tienen una forma de caerse en la mitad.

Y después de un tiempo, uno aprende que si es demasiado, hasta el calorcito del

sol quema.

Así que uno planta su propio jardín y decora su propia alma,

En lugar de esperar a que alguien le traiga flores.

Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno realmente es fuerte,

Que uno realmente vale y uno aprende y aprende…

Y con cada adiós uno aprende.

– J. L. Borges – 

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