EN LO QUE DURA UN PARPADEO

3 Sep 2008

Francisco Duque1, Carolina Coto2, Silvia Acosta3
(1) Hospital General Universitario Gregorio Marañón, (2) Grupo 5 Acción y Gestión Social y (3) Hospital Psiquiátrico Universitario Institut Pere Mata

Las tareas asistenciales que vienen realizando los psicólogos en afrontamiento y superación de situaciones traumáticas nos llevan a reflexionar sobre la necesidad de aplicar este modelo de intervención con las personas que han sufrido accidentes de tráfico.

Cuando se produce un evento disruptivo no siempre se atienden las necesidades de las personas afectadas. Existen muchos casos en los que no se han sentido ayudados y, en ocasiones, ni tan siquiera comprendidos. Este trabajo intenta señalar la importancia de considerar los aspectos psicológicos implicados en los «tráficos», tan habituales que terminamos por no verlos, aplicando el modelo de trauma.

Tratando de llamar la atención sobre esta necesidad acuciante, reproducimos el testimonio de una persona que vivió este drama personal, psicóloga de profesión, y que nos confronta con la obligada empatía para captar la enormidad del daño sufrido y la necesidad de que los profesionales que asisten a los afectados posean una formación específica para tratar a estas personas normales en una situación anormal.

A diario escuchamos noticias sobre una amplia serie de catástrofes y horrores en todo el mundo: fenómenos climáticos destructivos, enfermedades, guerras, pobreza extrema, atentados y un largísimo etcétera. Y ante tal escenario, nuestras mentes se van sumiendo en una especie de letargo e indiferencia que nos protege del dolor. Los accidentes de tráfico forman parte también de esta tendencia a vivir las tragedias y peligros como algo ajeno, como parte inevitable de la conducción; el precio que hay que pagar, o mejor, el que creemos que pagan otros.

«En lo que dura un parpadeo»… decía una persona que vio como su vida daba un giro radical, hasta el punto de no conocerla. Acababa de perder a su marido y su hijo en accidente de tráfico. Instantáneo, sin más explicaciones, sin poder maniobrar, sin poder defenderse. Mientras intentaba aferrarse a lo que todavía no sabía que eran sólo jirones de lo que había sido su vida, su solidez, su seguridad, sus motivos, su alegría; sumergida en su incertidumbre se repetía: «no es posible». Y esto, aún siendo poco, iba tomando formas tenebrosas que no conseguía desvanecer con esos retazos de su realidad que, aunque todavía no lo sabía, ya sólo existían en su mente. A estas alturas no le engañaba ni su necesidad de engañarse. Era un vendaval que barría sin piedad su vida y su trayectoria personal.

¿Qué hacer? En un primer momento se repetía «no, esto no puede ser, tenía muchos proyectos… la maqueta del tren, una casa en el campo, un sitio donde montar y desmontar coches, fabricar un kart, educar a su hijo, llevarle a Polonia, casarnos, llevarme embarazada a la playa… Y a nuestro pequeño le quedaba todo por hacer pero había hecho todo lo que quería. Sus deseos eran sencillos y fáciles de conseguir, no sabía lo que era pasado ni futuro, ni vivir ni morir. Fue muy feliz, apenas conoció el sufrimiento, si exceptuamos el dolor de las vacunas. Nunca he sido tan feliz como cuando le arrancaba una sonrisa…».

La brusquedad añade a la situación una percepción de desorganización e incoherencia que provoca emociones y sensaciones muy desestabilizadoras. El mejor modo de entender lo que encierra una experiencia traumática es el relato de quien lo ha padecido y lo sigue sufriendo:

En diciembre de 2006 mi familia y yo tuvimos un grave accidente, en el que mi marido y nuestro hijo fallecieron. Minutos antes de que ocurriese, había leído en un panel de la carretera el número de muertos en accidentes de tráfico durante el mismo puente el año anterior. Recuerdo haberlo comentado, pero en ningún momento lo viví como un problema propio, aunque, de hecho, es un problema que nos afecta a todos.

Es difícil expresar los sentimientos, los pensamientos, las sensaciones que aparecen cuando vives un accidente de tráfico, porque es una experiencia por la que nunca has pasado, no sabes nombrar las sensaciones porque sencillamente nunca antes las habías vivido. No entiendes mucho de lo que pasa porque tu mente no está preparada para recibir esa información.

Es después, con mucho trabajo personal y ayuda cuando, con suerte, consigues elaborar la secuencia cronológica, poner en orden los recuerdos, unirlos a las sensaciones, y crear una historia. La historia de lo que ocurrió y cómo te hizo sentir.

«Contrario a lo que se siente habitualmente al volante, los accidentes de tráfico son muy rápidos. Todo trascurre de forma brusca y repentina, muchas veces con ningún tiempo posible para reaccionar. Es curiosa la sensación que comparten muchos conductores en cuanto a su capacidad para darse cuenta antes de que ocurra, una especie de confianza ciega en su propia intuición, que por supuesto no es real porque muchas veces no existe ninguna señal previa, no se siente en el ambiente ni se intuye. Ocurre.

Yo iba conduciendo, parpadeé y desperté en una ambulancia. No hay nada en medio. Abrir los ojos y estar en otro sitio, un sitio que no es bueno, en el que no deseas estar y separada de ellos… Ahora sé que la diferencia entre estar vivo o muerto es un parpadeo, un instante, no se ve venir, es un segundo que rompe tu vida.

En mi caso perdí el conocimiento a causa del impacto, y al despertar no entendía absolutamente nada. No sólo despiertas del estado de inconsciencia, sino que despiertas a un mundo nuevo, con otras reglas y otros personajes, desprovista de normas, pautas o señales que te digan cómo sentirte o cómo actuar.

Varias personas con las que he tenido oportunidad de hablar y yo misma, coincidimos en una primera sensación de irrealidad. Se suceden varios pensamientos muy rápidos, pero ninguno parece relacionado contigo, ni con algo posible en tu vida. No tiene significado. Y entonces, aparece una fuerte necesidad de negarlo, tanto que incluso lesionada intentas comportarte con normalidad, como si no fueses tú la persona afectada.

Lo primero que hice fue preguntar que había pasado, y me dijeron que había tenido un accidente. -No, no es verdad, ¿cómo voy a tener un accidente y no darme cuenta?-… Pensé que quizá estaba soñando y quise despertarme…

Intenté incorporarme porque mi hijo me necesitaba, pero mi cuerpo no respondía, tenía frío y no podía moverme, levanté ligeramente la cabeza y me vi llena de sangre. Fue ese el momento en el que me di cuenta de que no era un sueño, que algo había pasado.

Tras este primer instante empieza una verdadera travesía para la persona. Es como un puzzle que tienes que hacer, mientras te suben y bajan, medican, inmovilizan, etc.. Necesitas información -las piezas del puzzle- no porque estés preparada para unirlas sino porque necesitas algún asidero, algo que te ayude a entender.

Y en este punto quiero hacer hincapié porque considero que la labor del personal sanitario es fundamental. Es verdad que ante una situación de peligro para la vida de una persona, la prioridad debe ser precisamente esa, el tratamiento sanitario y médico, cuidar el cuerpo, pero es importante no olvidar a la persona que hay dentro de él.

Carezco de información suficiente sobre el funcionamiento del personal sanitario y de seguridad ante una situación de emergencia, como para valorarlo, pero lo cierto es que en mi caso, se sucedieron algunos hechos que no me ayudaron, todo lo contrario, me perjudicaron y aún hoy me duelen.

Lo que me motiva a escribir sobre aquello, es la confianza de que mi testimonio pueda ayudar, aunque sea un poco, o aportar «pistas» a los y las profesionales que en general, trabajan en situaciones de emergencias. Seguramente son cosas que muchos ya han tenido la oportunidad de aprender en su desempeño profesional, o que han leído o escuchado, pero aún así siento la responsabilidad de intentarlo.

En primer lugar, el personal que te atiende en un accidente de tráfico (sanitarios, policías, bomberos, etc.) tiene mucha más información de la que tiene la persona accidentada, no sólo datos importantes, sino cosas que en principio pueden parecer pequeñas, pero que ayudan a orientarse: la hora que es, dónde estás, dónde vas, qué ha pasado, etc. Y no me refiero a la comunicación de una mala noticia, como pueden ser los fallecimientos, las lesiones graves, etc. sino a cosas leves, que ayudarían a recolocarte en ese nuevo mundo.

La desorientación es grande, pero lo más grave es que la persona accidentada sigue funcionando con las mismas pautas y esquemas de pensamiento, aunque en esta nueva situación están desajustados. Eso no significa que dejes de pensar, o que dejes de tener sentido común, sino todo lo contrario, recibes la poca información que te llega y le das vueltas, la gastas de tanto pensarla, intentas encontrarle su significado, más allá de las palabras.

Esto es importante porque las palabras que pudieran tener un ánimo de tranquilizar a la persona, pueden no hacerlo, especialmente cuando los mensajes que te envían unos y otros son contradictorios entre sí. El hecho de que los y las profesionales se pongan de acuerdo en qué decir y cómo es muy importante a la hora de comunicarse en una situación así. Es comprensible que en ocasiones no haya tiempo, pero el efecto que produce en la persona atendida puede ser devastador.

Las horas siguientes al accidente recibí muchos y muy diferentes mensajes sobre el estado de mi familia. Unos me dijeron que igual que nosotros nos estamos ocupando de ti, otros se están ocupando de ellos, otros, que en el hospital en el que yo estaba no había suficiente sitio para los tres. La Guardia Civil me preguntó como si no supiesen nada del accidente, en ningún momento me dijeron que había otro coche implicado que nos sacó de la carretera, e incluso llegaron a decir que en el lugar del accidente no había ninguna otra persona y menos un bebé. Todas estas contradicciones lejos de tranquilizar, crean una enorme sensación de inseguridad y de miedo, imaginas lo peor, pero al no tener pruebas, lo niegas, y vuelta a empezar de la forma más angustiosa y temible.

Supliqué información durante horas. Pero nadie me la dio, así que sabía que la situación era muy grave. Cuando pensaba que habían muerto, me decía a mi misma: no seas dramática, seguro que no, pero estarán graves o a lo mejor como yo y de nuevo volvía a suplicar que me llevaran con Jorge que necesitaba la voz de su madre, que estaría asustado. Cada vez me esquivaban más y yo cada vez tenía que hacer más esfuerzo para convencerme de que no podían haber muerto los dos.

En el hospital, me dejaron sola la mayor parte del tiempo. Notaba cómo me esquivaban y sólo hacían acto de presencia para inyectarme más sedantes y analgésicos, y yo, mientras, intercalaba los periodos de inconsciencia, con el miedo y la soledad, en las cerca de 7 horas más largas de mi vida.

Soy consciente de la dificultad de comunicarle a alguien que su familia ha muerto, más cuando el resto de su familia se está trasladando al lugar pero aún está sola, pero mentir no ayuda, contradecirse, ocultar, esquivar, e incluso zafarse de las preguntas más directas, tampoco.

Más de un año después sigo pudiendo recuperar las sensaciones y pensamientos de ese primer día, de las personas que me atendieron (y salvaron), los olores, la sensación en la boca del estómago. Se han gravado en mi memoria y duelen. No es digno tener a una persona así durante tantas horas.

Durante el mes que estuve ingresada en otro hospital, las personas que más me ayudaron, con las que mejor me sentí, fueron aquéllas que mostraron cariño, respeto y consideración a mi situación, pero sin evitarme, sin actuar desde la lástima, sin miedo, sin infantilizar la relación y sin juzgar cómo debía comportarme o sentir. En definitiva, creo que fueron aquellas personas que manteniendo su profesionalidad técnica, consiguieron tratarme con un cierto sentido de justicia y de solidaridad. Gracias a todos/as ellos/as.

Una última nota para cerrar con algo que escribí hace ya algunos meses.

Ahora echando la vista atrás, no sé cuál fue exactamente el momento en el que supe que mi vida ya no volvería a ser igual, porque se intuye pronto, se sabe algo después y se siente tan despacio que casi 5 meses después aún no consigo «darme cuenta del todo». Creo que desde que abrí los ojos y me vi en otro lugar, o desde que vi la sangre, en cualquier caso ocurrieron casi a la vez, ahí se intuye. Y esa intuición se va confirmando conforme pasan las horas, pero te niegas a considerarlo. Luego te lo dicen (en mi caso mi familia), y ya lo sabes, la información ha entrado en tu cerebro, sientes dolor, rabia, quieres negarlo pero aún crees que de algún modo volverás hacia atrás. Solo despacito, día a día vas dimensionando la situación, y sintiendo, interiorizando el significado de nunca.

Este relato de terror, duro, demoledor, sin alternativas, sin posibilidad de vuelta atrás, colapsa unas vidas y lastra otras muchas. Pudiera ser un relato ficticio que permitiera una vuelta a la realidad, o bien una agresión en la que los afectados hubieran sido víctimas de una tremenda mala suerte. O quizás se pudiera tratar de una catástrofe. Cualquiera de estas opciones ofrecería un resquicio que nos permitiera quedar al margen de lo sucedido, «les sucede a otros y yo no estoy en esos grupos de riesgo»; en fin, sentirnos protegidos y pasar página. Pero se trata de algo tan habitual que parece que ha dejado de importarnos. Efectivamente, se trata de un accidente de tráfico, uno más.

Según datos del coordinador de Seguridad Vial en España, cada día mueren en las carreteras españolas, como mínimo, 8 personas. En el año 2006 se produjeron en nuestro país 99.797 accidentes de circulación con víctimas. En éstos, fallecieron dentro de los 30 días siguientes al accidente 4.104 personas y resultaron heridas 143.450, 21.382 de éstas de forma grave.

El índice de gravedad de los accidentes en 2006 fue de 4,1 muertos por cada 100 accidentes con víctimas. En el 10% de esos accidentes mortales hubo más de un muerto y en el 0,8 hubo más de tres.

Se trata de cifras que aparecen constantemente en los medios de comunicación: «11 personas fallecen en las carreteras en lo que va de puente, mueren 22 personas durante el fin de semana, la operación salida del verano se cobra 34 vidas…» Escuchamos y seguimos cenando. Son sólo cifras que simplemente forman parte de los contenidos habituales en las noticias, pero ¿hemos experimentado alguna vez lo que suponen estos números cuando los traducimos en nombres y apellidos?. Es decir, cuando conocemos a los que han sido víctimas en la última estadística. Sólo en ese momento cobramos conciencia de la situación y personalizamos la noticia, entonces un número es una vida, un proyecto, una enorme pérdida, o una acumulación de ellas.

Las estadísticas preliminares del año 2007 señalan que habrán muerto en nuestras carreteras un promedio de 7,5 personas cada día, cifra que los expertos se empeñan en transmitir con cierto optimismo, no sin razón, alegando un descenso del 32% respecto al 2003 pero obviando que estamos hablando de vidas, de muchos miles de vidas si consideramos ya no sólo las que se van sino las realmente afectadas: aquéllas que quedan.

Esta acumulación de tragedias, las múltiples quiebras y el profundo dolor que las acompaña, merece ser algo más que unos segundos en un telediario. A la persona que acaba de perder a sus seres queridos no creemos que le consuele el hecho de que hayan muerto menos; para ella han muerto todos, todos lo que poblaban su mundo más cercano. Nadie duda de que el hecho de que haya menos víctimas deba ser un objetivo irrenunciable, pero mientras muera una única persona no hay que olvidar que se trata, también, de una tragedia.

Y mientras tanto, seguimos preocupados en focalizar nuestros temores en la más que improbable probabilidad de morir en un accidente de avión o incluso asesinados en manos de un psicópata desequilibrado y perverso… y así podremos seguir obviando aspectos tan alarmantes como el hecho de que, hoy por hoy, los accidentes de tráfico comportan la principal causa de muerte violenta en nuestro país y la primera causa de muerte en nuestros jóvenes.

Poseemos una conocida facilidad para alterarnos y conmovernos ante cada víctima del terrorismo o de la violencia de género, y es bueno que esto ocurra, que nunca nos acostumbremos a la barbarie que supone inducir o generar terror; pero ¿por qué ni siquiera nos inmutamos cuando aparecen las frecuentes listas de víctimas a consecuencia de los accidentes de tráfico?. Una vez más, obviamos la posibilidad de que la carretera pueda atentar contra nosotros o los nuestros, quitándonos la vida o lastrándola con todo tipo de lesiones y limitaciones o bien convirtiéndonos en víctimas secundarias, ubicadas en los círculos concéntricos que rodean el trauma.

Pero, ¿por qué?. Sin duda, se trata de una muestra más de nuestras fantasías de omnipotencia, invulnerabilidad o autopercepción hipertrofiada que, en su desmesura, pareciera intentar conjurar nuestros propios temores y la idea de finitud y vulnerabilidad.

Al margen de los proyectos de prevención y de mejora, fundamentales para conseguir los logros que señala la Dirección General de Tráfico, no hay que olvidar a los grandes olvidados: las víctimas.

En el contexto de un accidente, las víctimas tienen la sensación de tener una entidad únicamente durante los pocos segundos en los que transcurre la noticia y casi nunca más allá de la semana siguiente en la que serán irremediablemente desplazadas por las nuevas. Pero, ¿cuánto dura la vigencia de las lesiones?. Aunque las heridas físicas pueden alargarse durante años, entre intervenciones y procesos rehabilitadores, en general se encuentran bien atendidas y apoyadas en protocolos de actuación experimentados.

Pero, ¿y las heridas psíquicas?. Hemos conocido todo tipo de relatos en los que los pacientes no han sido atendidos específicamente o bien han recibido un tratamiento sintomático que les relega a unos vínculos de dependencia y una ausencia de protagonismo en su período de recuperación, con lo que en no pocas ocasiones se perpetúa la situación traumática. Esto nos confronta con la necesidad expresada de desarrollar un programa formativo mínimo para los titulados de grado en Psicología, y mucho mejor si se considera una formación de máximos, sólida, para acometer estas tareas de ayuda.

Tal y como señala la protagonista de la historia que aquí se relata, actualmente la formación de los profesionales asistenciales en relación a la intervención en crisis resulta insuficiente, siendo necesaria tanto en la puesta en marcha de los primeros auxilios psicológicos en una situación de emergencia, como en la intervención en crisis propiamente dicha que se llevaría a cabo en una segunda fase situada después del incidente.

Ante una situación de estrés traumático es prioritario realizar un acercamiento inmediato a los afectados, teniendo muy en cuenta que posiblemente nos estamos convirtiendo en su primer contacto con el mundo externo tras la experiencia traumática. Los objetivos de la intervención psicológica en ese primer momento se centran en el acompañamiento, el ofrecimiento de apoyo emocional, la minimización del impacto psicológico sufrido y el desarrollo de la idea de «normalidad» en una situación anormal

En esta línea es esencial que el modelo de intervención con una persona que ha sido víctima de un hecho violento, con o sin intencionalidad por parte del agresor, tenga en cuenta el marco en que deambula el paciente; careciendo de utilidad cualquier planteamiento previo o apriorístico. La única realidad en la que podemos trabajar es la que presenta el afectado. Sólo atendiendo estas consideraciones podemos iniciar la fase de apoyo, en la que se llevan a cabo labores de contención y ayuda.

Tras tomar conciencia de la situación vivida, siempre que no existan otros impedimentos se pasa a la fase de elaboración de pérdidas, incentivando el duelo por lo perdido.

Posteriormente es necesario desarrollar la fase de integración del suceso, debemos ser capaces de advertir los componentes de esta situación y las señales con las que se manifiesta. Si aparecen indicios de reviviscencias o Flash-backs o sufrimiento innecesario o deseo de huir de una situación como la ocurrida por medio de opciones negadoras, podríamos pensar en la escasa posibilidad de codificar el evento más allá de lo doloroso o desestabilizador que pueda resultar en la historia personal del individuo. No podemos almacenar en la memoria fragmentos sin entender ni conocer la clave para acceder al programa con que se ha archivado el suceso. Entonces pudieran destacar, únicamente, recuerdos y emociones que aparecen y desaparecen como si fueran aleatorios. La aparición de estos signos es un indicio de la escasa elaboración de la situación.

De aquí la necesidad de una narración pormenorizada de la experiencia. No podemos restar dureza ni dolor a la misma pero sí podemos, y debemos, conseguir que quien la sufre posea una secuencia en tiempo y espacio, en lugar de fragmentos inconexos. Para conseguir este objetivo, acompañamos en el desarrollo de esta experiencia, buscando el almacén de memoria más adecuado. Posteriormente incentivamos el relato más o menos aséptico, objetivo (lo que ocurrió) y vamos aplicando las resonancias emocionales asociándolas a cada secuencia. Cuando las emociones se sitúan en el marco y dentro de los límites de la narración previamente establecida, se propicia que no aparezcan descontroladas sino circunscritas a su momento y a su espacio, de tal manera que van adquiriendo su propio lugar y sentido. Ya no aparecen porque sí, sino asociadas a un suceso en el que estas reacciones son proporcionadas (siempre insistimos en la anormalidad del episodio sufrido para remarcar la normalidad de las respuestas). Una vez arraigada la emoción al suceso y momento concreto, se asocia a él y así se atenúa la posibilidad de que aparezca fuera de control (el factor control es una experiencia necesaria para recuperar el protagonismo vital del que son arrojadas las víctimas en cualquier hecho violento hacia ellas). ¿Supone esto no volver a sufrir?. En ningún caso.

Hay que considerar las vivencias que continuamos teniendo tras la pérdida de seres queridos. No pretendemos que el paciente evite su sufrimiento, puesto que en tal caso favoreceríamos lo contrario de lo que buscamos. El objetivo es que quien sufre se reconozca en su sufrimiento, fortaleciendo su identificación y posterior autoestima para generar nuevas áreas de interés que permitan un distanciamiento sano del trauma. Se potencia lo que aún conserva y su mundo de logro, estabilizador y con sentido, para ir achicando los territorios de la pérdida, el sufrimiento y la sensación de desbordamiento. La ausencia de lastre adicional permite que se activen recursos que van poblando su mundo de motivos, generando una orientación a su mundo de desarrollo, de crecimiento personal, en detrimento del, siempre tan dañino, rol de víctima que, en ocasiones, se retroalimenta sin ni siquiera ser conscientes de ello. Este ejercicio de recuperación de la persona dañada se mantiene hasta percibir los cambios deseados. Así se llega a lo que A. Slaikeu define como: «estar abierto para encarar el futuro.»

Para llevar a cabo este proceso, entendemos la necesidad de abordar la situación aplicando, como señala Judith Herman, el marco de la psicotraumatología. Por ello, consideramos parcelas que resultan inexcusables si deseamos elaborar el trauma. Es más, un enfoque sesgado pudiera dejar zonas del suceso sin integrar en la memoria episódica de quien lo sufre. Se trata de que las emociones se estabilicen y continúen su función adaptativa. Tal y como mencionamos antes, el primer e inexcusable concepto, es la consideración de anormalidad de la situación y no de la persona que la sufre. Es un evento más en una trayectoria, pero con unas connotaciones claramente diferenciadas. Lo importante es evaluar la incidencia del suceso en cada persona.

Cuando se van consolidando las diferentes fases o etapas su inicia una orientación al futuro, desactivando progresivamente los marcos trauma para finalmente abandonar el proceso en la fase que definimos como continuar, en la dejamos de actuar como elemento auxiliar a la víctima, simplemente porque ya no lo es. Busca nuevos horizontes y da sentido a su trayectoria Entonces adquiere la connotación de afectado, es decir: persona que ha superado un evento traumático.

Estas labores y la complejidad que conllevan hacen referencia la necesidad de desarrollar programas específicos en los planes de estudios en los que no habría que olvidar la formación práctica. Entendemos que se trata de un importante reto al que no debemos volver la espalda.

Referencias

Notas al pie 

Sobre el autor y las autoras:

 

 

 

Francisco Duque Colino. Psicólogo clínico del Hospital General Universitario «Gregorio Marañón». Sección de Interconsulta para tratamiento de situaciones traumáticas. Autor del libro: «Superando el Trauma», en el que se relata el modo de tratamiento del trauma sobre casos reales.

Silvia Acosta García. Psicóloga Clínica, Adjunta del Centro de Salud Mental Infanto-Juvenil de Tarragona (Hospital Psiquiátrico Universitario Institut Pere Mata).

Carolina Coto de Salas. Licenciada en Psicología. Coordinadora de asistencias técnicas de consultoría social y técnica de Gestión de Servicios y programas especializados, en las áreas de violencia intrafamiliar e inmigración en Grupo 5 Acción y Gestión Social. Actualmente participa en la fundación de una asociación de lucha contra la violencia vial y prevención de accidentes de tráfico.

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