ENVEJECIMIENTO: MITOS Y REALIDADES

5 Jul 2011

Nina Gramunt Fombuena

Instituto de Sociología y Psicología Aplicadas

La tendencia a buscar explicaciones rápidas, simples e inequívocas forma parte de la naturaleza humana. Es en esta tendencia en la que hay que ubicar el origen de muchas «falsas» ideas que, derivadas de interpretaciones defectuosas, extrapolaciones cuestionables y difusiones mediáticas, engendran y alimentan muchos mitos. La cultura popular acerca del envejecimiento no escapa a tales vicisitudes y, por ende, deja traslucir consideraciones formadas por un difuso espectro de veracidad. Ahora bien, cuando ciertas consideraciones y percepciones sobre un colectivo determinado son acatadas de forma casi dogmática por la sociedad, se cae en el riesgo de valorar a dicho colectivo sobre la base de prejuicios estereotipados. Esta tendencia fue claramente detectada por el recientemente fallecido Dr. Robert N. Butler quien, a finales de los años 60, acuñó el término «edadismo» (Butler, 1969) y que ampliamente definió en una obra premiada con un Pulitzer1.

El edadismo es una actitud social en forma de discriminación hacia las personas por razón de su edad sobre la única base de prejuicios y estereotipos. Son muchas las situaciones cotidianas que permiten detectar estilos edadistas. Sin ir más lejos, el uso cotidiano del lenguaje para referirse a las personas mayores se caracteriza a menudo por términos y expresiones como: «los abuelos», «los jubilados», «los viejos»… Aún en el ámbito del lenguaje, a menudo se emplea un registro característico al dirigirse a las personas mayores, lo que ha sido bautizado como «elderspeak» o «habla para mayores». Hace referencia al empleo de un volumen exagerado, un tono agudo, una acusada melodía e, incluso, al uso de palabras inapropiadamente melosas o que denotan un exceso de confianza sin estar a veces justificado. Probablemente encontremos una explicación en la Teoría de la Acomodación (Giles et al., 1987; Giles et al., 1991), que define una tendencia a adaptar la forma de comunicarse con las personas mayores para ajustarse a los déficits que se les suponen, perpetuando así los estereotipos negativos y favoreciendo la baja autoestima y el declive funcional y cognitivo de los mayores. Si somos capaces de reconocer los mitos sobre el envejecimiento y las actitudes negativas hacia las personas mayores, sentaremos unas bases sobre las que encarar esta etapa de la vida como una fase más, en la que no hay dos personas que la vivan igual y en la que hay mucho lugar para el optimismo.

De entre las funciones cognitivas, la que más preocupación suscita es la memoria. Efectivamente, la memoria episódica, que es aquella que nos permite recordar los hechos cotidianos y los sucesos personales, se ve levemente afectada por el envejecimiento, aunque su abordaje con recursos compensatorios suele ser efectivo. Sin embargo, otras formas de memoria, como la semántica (almacén de vocabulario y datos generales de conocimiento) no sólo se mantiene, sino que incluso aumenta con la edad, aunque a veces sea un poco más difícil recuperar los datos. Asimismo, la memoria procedimental (sobre cómo hacer las cosas: ir en bicicleta, conducir, coser…) también es resistente al paso de los años (Craik, 2003). Cuando aparecen problemas de memoria, tiende a disminuir la sensación de control, conduciendo a falta de confianza en las propias capacidades y a sentir que no se puede hacer nada contra el declinar del rendimiento. Este es un proceso cíclico ya que el menor esfuerzo y el mayor estrés pueden llevar a mayor deterioro cognitivo. Estas ideas han sido ampliamente estudiadas desde la investigación psicológica, bajo el prisma de la teoría cognitiva del aprendizaje social (Bandura, 1997) y el del síndrome de desintegración social (Kuypers y Bengston, 1973). Mientras más convencido se esté de que se pueden hacer cosas para recordar información, más probable es que se haga un esfuerzo por recordar (Lachman y Andreoletti, 2006; John Hopkins Medicine, 2006).

La preocupación por los problemas de memoria tiene su razón de ser, esencialmente, por su vinculación con el temor de padecer la enfermedad de Alzheimer o alguna otra forma de demencia. Ciertamente, la enfermedad de Alzheimer suele tener una larga fase previa en la que los síntomas, que no necesariamente tienen que ser siempre problemas de memoria, van apareciendo de forma muy sutil. Además, es conocido que los cambios en el cerebro se empiezan a producir varios años antes del inicio de los efectos cognitivos y conductuales observables (Warren et al., 2005; Katzman et al., 1988). Ante la sospecha de que una persona muestre síntomas cognitivos (problemas acusados de memoria, como olvidar citas importantes de forma reiterada, desorientación, dificultades en la gestión del dinero…) o conductuales (cambio injustificado de carácter, conductas inapropiadas…) se hace mandatoria una consulta profesional, siendo altamente recomendable una evaluación neuropsicológica que defina el patrón y la progresión del cuadro. Además, el seguimiento neuropsicológico permitirá establecer el apoyo idóneo mediante programas de estimulación cognitiva, estrategias compensatorias y atención al estado de ánimo del paciente y de su familia más cercana. Es importante complementar el tratamiento con abordajes no farmacológicos que contribuyan a una mejor calidad de vida (Whitehouse, 2008).

Otra prometedora vía de actuación para luchar contra el cariz epidemiológico de las demencias se encuentra en las estrategias de prevención. Programas de reciente publicación como «Vive el envejecimiento activo» (Gramunt, 2010) o la plataforma de estimulación cognitiva «Activalamente»2 orientan sobre las pautas a seguir a lo largo de la vida para tratar de optimizar al máximo la longevidad, a la vez que proporcionan actividades para mantenerse cognitiva y funcionalmente activos. Este tipo de materiales se hacen eco de los ya numerosos estudios, que apuntan los efectos que diferentes factores relacionados con trastornos de la salud o con el estilo de vida pueden tener en la probabilidad de padecer alguna forma de demencia, como recogen diversas revisiones (p.e.: Wilson et al., 2011; Middleton y Yaffe, 2009; Hertzog et al. 2008). Dada la magnitud de literatura científica al respecto, se destacarán sólo algunos de entre los más recientes de tan relevantes estudios. Vayamos por partes.

Parece ser que los problemas en la tensión arterial en la madurez (digamos, entre los 40 y los 60 años) pueden tener efectos perniciosos en el mantenimiento de una buena cognición a largo plazo (Kivipelto et al., 2001; Qiu y Winblad, 2005) y que, a tal efecto, es más efectivo entonces su control que en edades avanzadas (McGuinness et al., 2009). También han sido estudiados los efectos que la diabetes mellitus (Biessels et al., 2006) o los valores de colesterol en sangre (Reiman et al., 2010) pueden tener en el posible desarrollo de deterioro cognitivo y demencia. No obstante, existen aún grandes incertidumbres y resultados ambiguos entre diferentes estudios, como la disparidad entre distintos investigadores sobre si la interacción entre hipertensión y diabetes repercute en el riesgo de demencia: mientras que unos sugieren que la hipertensión minimiza, de alguna forma, el impacto de la diabetes en la cognición (Luchsinger et al., 2005), otros consideran que multiplica el riesgo (Xu et al., 2010).

Diversos factores relacionados con el estilo de vida han sido asociados con un menor riesgo de padecer deterioro cognitivo y demencia, como mantener una dieta tipo «mediterránea» (Scarmeas et al., 2009), aunque para otros no está tan claro su papel protector (Féart et al., 2009). Realizar ejercicio físico de forma regular se encuentra, asimismo, entre los factores predictores de una mejor función cognitiva en la vejez (Yaffe et al., 2009), habiéndose sugerido que el ejercicio moderado durante la madurez, y manteniéndolo en edades más avanzadas, se asocia con un menor riesgo de deterioro cognitivo (Geda et al., 2010) o que puede contribuir a la ralentización del deterioro una vez instaurada la demencia (Teri et al., 2008). Estar socialmente activo a lo largo de toda la vida, mantener el contacto y la relación con los demás y, en definitiva, mantenerse ocupado, también se ha ido mostrando como un factor prometedor en la prevención del deterioro, habiéndose sugerido, incluso, una repercusión en la neuroplasticidad y en la reserva cognitiva (Hertzog et al., 2008; Adam et al., 2006). El mantenerse física, cognitiva y socialmente activo puede tener un impacto positivo en la confianza en las propias capacidades y en el estado de ánimo. Dato importante este último, puesto que la depresión ha sido recurrentemente considerada como un factor de riesgo para el deterioro cognitivo (Dotson, Beydoun y Zonderman, 2010; Ritchie et al., 2010; Wilson et al., 2010; Barnes et al., 2006), aunque también se ha sugerido que el estado de ánimo depresivo puede aparecer como una temprana respuesta al propio deterioro cognitivo (Wilson et al., 2011). La ansiedad también se ha mostrado como un factor inductor de deterioro cognitivo, al menos de forma temporal, aunque se requieren estudios más detallados para determinar su alcance o la relación de causalidad con el deterioro (Gallacher et al., 2009; Bierman et al., 2008).

Hay publicaciones, como la derivada de un estudio de la prestigiosa Clínica Mayo de Estados Unidos (Geda et al., 2009), que concluyen que el estar implicado en actividades cognitivas como leer, participar en juegos de mesa o juegos informatizados, realizar manualidades, o participar en actividades sociales, en la madurez o en edades más avanzadas, se asocia a una disminución de entre un 30 y un 50% del riesgo de padecer Deterioro Cognitivo Leve (DCL). Tal conclusión concuerda con la idea, ya anteriormente apuntada, acerca de que el comprometerse en actividades cognitivamente estimulantes (estilo de vida activo, actividades novedosas e intelectualmente desafiantes) está asociado a una mayor capacidad verbal y de memoria (Kramer et al., 2004). Un relevante estudio, conocido como ACTIVE, apunta a que la práctica dirigida y el entrenamiento en ciertos ejercicios mentales puede contribuir a compensar el declive esperable en funciones cognitivas como la memoria y las funciones ejecutivas (como la capacidad de razonamiento inductivo) de personas mayores, siendo prometedor por la correlación detectada entre estas variables y el rendimiento funcional en el desarrollo de actividades cotidianas como comprar, cocinar o manejar finanzas y, por tanto, el mantenimiento de la autonomía personal (Gross y Rebok, 2011; Gross et al., 2011a; Gross et al., 2011b; Ball et al., 2002).

Ante la apreciable magnitud de estudios acerca de todas las potenciales influencias en la forma de envejecer, tal vez cueste comprender que no se haya definido un listado de indicaciones rotundas y contundentes. Una muy factible explicación es que la mayoría de los estudios se centran en factores individuales, cosa que, aunque es razonable desde un punto de vista científico por la gran complejidad y elevado coste de estudiar, simultáneamente, la interacción entre múltiples factores, supone la inherente desventaja de no poder analizar ciéntificamente los efectos de tales interacciones en la evolución de la cognición en el envejecimiento (Hertzog et al., 2008). Ha de quedar claro, pues, que no podemos afirmar que los estudios de intervención sobre los factores de riesgo de demencia sean concluyentes, de tal manera que las futuras investigaciones deben seguir indagando sobre el efecto de la modificación de tales factores en la cognición (Plassman et al., 2010). Aun así, llevar una vida social y cognitivamente activa, mantener una dieta saludable, controlar la tensión arterial y el colesterol, atender al estado de ánimo o realizar ejercicio físico, se erigen en prometedores factores preventivos. Como ya ha dicho alguien (Middleton & Yaffe, 2009), en la perspectiva más optimista, este tipo de intervenciones y actuaciones pueden retrasar o prevenir la demencia y, en el peor de los escenarios, la población mejorará su salud global y disfrutará de una vida más comprometida cognitiva y socialmente.

Notas al pie:
1 La obra premiada con un Pulitzer es: Butler, R. N. (1975) «Why survive? Being old in America».
2
Accesible en: www.activalamente.com.

Referencias (pinchar aquí)

Sobre la autora:

Nina Gramunt Fombuena. Psicóloga y experta en Neuropsicología Clínica. Máster en Neuropsicología por la Universitat Autònoma de Barcelona. Doctora en Psicología por la Universitat Ramon Llull. Actualmente es Neuropsicóloga y coordinadora asistencial de ISPA (Instituto de Sociología y Psicología Aplicadas), en Barcelona, así como profesora de la Facultat de Psicología, Ciencies de l’Educació i l’Esport Blanquerna (Universitat Ramon Llull). Posee amplia experiencia en el ámbito de las demencias, donde ha ejercido la neuropsicología en la «Unidad de Neurología de la Conducta y Demencias» del Hospital del Mar (Barcelona) durante ocho años, así como ha coordinado el proyecto de ámbito nacional «Neuronorma.es» (normalización y validación de test neuropsicológicos en mayores de 50 años).

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