En los últimos años, son varias las grandes democracias que, como la de Estados Unidos, han mostrado síntomas de desgaste y erosión y una escalada del autoritarismo: discursos extremistas cada vez más frecuentes, tensiones institucionales, ataques a la prensa y acciones presidenciales que traspasan los límites constitucionales. En este escenario resulta inevitable preguntarse qué lleva a que diferentes sectores de la ciudadanía acepten —incluso celebren— una escalada autoritaria que amenaza sus propios derechos.
La psicología social y política, junto con los estudios sobre comunicación, ofrecen claves para entender cómo se produce ese proceso de aceptación. La violencia estatal, la desinformación y el autoritarismo no irrumpen de golpe: se van filtrando poco a poco, se normalizan y terminan por integrarse en el paisaje mental de la sociedad. Comprender los mecanismos es un paso necesario para defender la democracia en estos tiempos de incertidumbre.
Cómo aceptamos lo que nos quita libertad: los modelos psicológicos.
Para explicar por qué las personas pueden llegar a tolerar prácticas autoritarias, no basta con analizar factores económicos o coyunturales. Es necesario analizar los mecanismos psicológicos que llevan a valorar el orden por encima de la libertad, a justificar sistemas que promueven la injusticia o a percibir la represión como un mal necesario.
El autoritarismo, explican Osborne et Al. (2023), se alimenta de dos motivaciones básicas: el deseo de seguridad frente a la amenaza y la inclinación hacia jerarquías rígidas. Cuando ambas se activan —por miedo, crisis o sensación de caos—, la figura del “líder fuerte” emerge como una promesa de estabilidad.

La teoría de la justificación del sistema (Lönnqvist, Szabó & Kelemen, 2021) complementa este marco: en contextos donde las instituciones se erosionan, muchas personas terminan adaptándose al nuevo orden, convenciéndose de que “así son las cosas ahora”. No solo obedecen, sino que legitiman la pérdida de derechos.
En la misma línea, los estudios sobre autoritarismo de derechas (Duckitt & Sibley, 2007) muestran cómo la obediencia y el convencionalismo pueden combinarse con hostilidad hacia aquellos grupos percibidos como una amenaza. Y la orientación a la dominancia social (Henry et al., 2005) explica por qué hay personas que apoyan la violencia intergrupal cuando se sienten amenazadas en su estatus.
La exposición constante a valores autoritarios puede, además, producir un fenómeno de desensibilización emocional. Czarnek, Szwed y Kossowska (2021) demostraron que la exposición prolongada a discursos autoritarios reduce el afecto positivo, incrementa el negativo y, paradójicamente, da a las personas una sensación de propósito: una suerte de “sentido” que las vincula emocionalmente con el orden impuesto.
De la mente al mensaje: cómo la comunicación amplifica el autoritarismo.
Estos procesos psicológicos no operan en el vacío. Encuentran en la comunicación política y mediática el vehículo perfecto para multiplicarse. Las estrategias de desinformación activan las emociones, refuerzan los sesgos y transforman el miedo en aceptación.
Entre las más comunes destacan la manguera de falsedades (firehose of falsehood), que consiste en inundar el espacio público con mensajes falsos y contradictorios hasta saturar la capacidad crítica; la repetición sistemática, que convierte la mentira en familiaridad; o el uso de mensajes breves y emocionales, diseñados para movilizar la indignación (lo emocional) antes que el razonamiento y pensamiento crítico.
A esto se suman la deslegitimación de fuentes críticas, la difusión de teorías conspirativas, la apropiación de valores positivos —“patria”, “libertad”, “orden”— para legitimar abusos, y la producción de fake news o contenidos fabricados que imitan el formato periodístico.
Como han mostrado Allcott y Gentzkow (2017) o Lazer et Al. (2018), en la era de las redes sociales la rapidez y la emoción tienen más peso que la verificación: la mentira se expande mucho más rápidamente que la información que la desmiente.
Cuando la excepción se vuelve costumbre.
El resultado de esta combinación entre psicología y comunicación es un proceso lento pero eficaz de normalización. La amenaza y el miedo justifican las restricciones; la repetición y la saturación las consolidan. Lo que en un principio se considera una medida excepcional acaba aceptándose como parte del orden natural.
Clemens y sus colegas (2019) observaron este patrón en Alemania: a medida que se legitimaban los discursos autoritarios, aumentaba la aceptación social del castigo físico hacia los niños. Un ejemplo claro de cómo la retórica de autoridad reconfigura los límites de lo tolerable.
Conclusión: reconocer para evitar.
El autoritarismo rara vez se impone con violencia inmediata. Lo hace, con mayor probabilidad, a través del desgaste, aprovechando el miedo y la confusión. La psicología explica la predisposición a tolerar el autoritarismo; la comunicación, su expansión. Entender cómo ambas se articulan es crucial para anticipar los procesos de deterioro democrático.
Defender la democracia no consiste solo en votar o protestar cuando el daño ya está hecho. Implica cultivar una conciencia crítica: aprender a reconocer las narrativas del miedo, verificar la información antes de compartirla, exigir transparencia a los y las líderes y fortalecer los espacios de diálogo plural.
La democracia no se derrumba de un día para otro. Se pierde lentamente, cuando lo extraordinario se vuelve costumbre y la ciudadanía deja de indignarse. Evitarlo exige información rigurosa, pensamiento crítico y una memoria activa de lo que está en juego: la libertad cotidiana.