Aunque nadie lo imaginaba, el brote por un nuevo coronavirus (el SARS-CoV-2) en diciembre de 2019 ha obligado a parar la actividad habitual en todo el mundo en cuestión de meses. En el terreno de la Psicología, al igual que en otros campos sanitarios y de servicios esenciales, la pandemia de COVID-19 ha provocado, por el contrario, una mayor movilización de recursos. Y es que, en lo que a la Psicología se refiere, esta situación ha puesto sobre la mesa algunas lecciones ya aprendidas sobre las emergencias sanitarias a gran escala. En primer lugar, que toda emergencia sanitaria de esta envergadura supone un coste no sólo físico, sino psicológico en la población. En segundo lugar, que es necesario y fundamental atender este componente psicológico para reducir las consecuencias negativas que puede tener la pandemia a corto y largo plazo. Así, no es de extrañar que una sencilla búsqueda por Google Scholar con la combinación de palabras mental health o psychological impact junto con COVID-19 revela más de 1.300 nuevas publicaciones sólo entre los meses de enero y abril de 2020. |
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El coste psicológico que supone para un país atravesar una epidemia sanitaria de este tipo, con un elevado número de contagios y/o fallecidos, o los efectos del estrés en la salud derivados de periodos de cuarentena y/o aislamiento social son cuestiones que se han analizado en otros escenarios anteriores, como el brote generado por el síndrome respiratorio agudo severo (SRAS) en el año 2003, la Gripe H1N1 (gripe porcina), en el año 2009, o el Ébola, en el año 2014. Una revisión sistemática de estudios sobre los efectos de la cuarentena en estas crisis sanitarias precedentes revela que el impacto psicológico es amplio, grave y duradero (Brooks et al., 2020). Los estudios que han comparado a participantes de una misma población que han sido obligados a realizar una cuarentena frente a los que no, muestran que el porcentaje de personas con niveles elevados de malestar psicológico es tres veces superior en el grupo de personas que han estado en cuarentena (Taylor et al., 2008) y que los niveles de sintomatología postraumática en niños son 4 veces más altos en situaciones de confinamiento (Sprang & Silman, 2013). El malestar psicológico suele ser más grave, además, entre los profesionales sanitarios, que junto con el estrés asociado a su trabajo, a menudo tienen que hacer frente a actitudes estigmatizantes del entorno y a un aumento de la tensión en el hogar motivado por la preocupación sobre el riesgo de contagio y la peligrosidad de su actividad laboral (Bai et al., 2004; Desclaux et al., 2017; Reynolds et al., 2008). Algunas investigaciones muestran que tres años después de la cuarentena, el 9% de los profesionales sanitarios presenta síntomas graves de depresión (Liu et al., 2012), mientras que otros estudios informan que este grupo puede manifestar conductas de evitación meses después de finalizado el confinamiento, como minimizar el contacto con pacientes o no acudir a su puesto de trabajo (Marjanovic et al., 2007). Estas reacciones también se observan en la población general, de forma que muchos individuos afirman que se alejan de las personas que tosen o muestran síntomas similares a la gripe, persisten en un lavado compulsivo de sus manos y se niegan a acudir a espacios con grandes aglomeraciones o a lugares públicos incluso meses después de finalizado el periodo de cuarentena, retrasando su vuelta a la normalidad mucho más tiempo de lo estipulado (Cava et al., 2005; Reynolds et al., 2008). En cuanto a las consecuencias en la salud mental en relación específicamente con la pandemia de COVID-19, aunque todavía los estudios rigurosos y con muestras representativas de población son escasos, algunos investigadores plantean que pueden ser incluso peores que cualquier precedente anterior, dadas las características particulares de la presente emergencia sanitaria en cuanto a grado de expansión del virus, desbordamiento de los sistemas sanitarios, duración de la cuarentena forzada en los diferentes países, interferencia en el funcionamiento social y laboral y problemas económicos ocasionados (Salisbury, 2020; Thombs et al., 2020). A modo ilustrativo, en el primer estudio nacional realizado en China tras la emergencia por COVID-19, con una muestra de cerca de 53.000 individuos, el 35% de los participantes manifestó malestar psicológico derivado de la situación de emergencia y confinamiento, siendo este malestar superior en el grupo de mujeres frente al de hombres y en el grupo de personas mayores en relación con el resto de edades (Qiu et al., 2020). En lo que respecta a un estudio con 1.257 profesionales sanitarios de ese país, el 54% informó de problemas de depresión, el 44% de ansiedad, el 34% de insomnio y el 71% de malestar psicológico generalizado (Lai et al., 2020). Asimismo, un estudio realizado con 730 pacientes diagnosticados de COVID-19 mostró que la prevalencia de sintomatología postraumática asociada a esta enfermedad fue del 96% en este grupo (Bo et al., 2020). La preocupación por las secuelas psicológicas de esta pandemia es tal que, en una reciente publicación en la revista The Lancet, un panel de 24 expertos de todo el mundo ha realizado un llamamiento internacional para priorizar la investigación y la intervención en salud mental en relación con la epidemia de COVID-19, solicitando a la comunidad científica a trabajar colaborativamente en equipos multidisciplinares para analizar y mitigar el impacto en la salud mental y psicológica asociada a esta emergencia (Holmes et al., 2020). Dichos expertos advierten que no sólo hay que tener en cuenta los efectos en la salud mental derivados del estrés de la emergencia sanitaria y de la situación de confinamiento, sino también las posibles secuelas en la función cerebral y en la salud mental que puede tener la propia respuesta inmunológica a la infección por el virus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad COVID-19 (Holmes et al., 2020). Alternativamente otros equipos de investigación han elaborado interesantes iniciativas para poder extraer rápidamente datos concluyentes, robustos y actualizados de las investigaciones que ya se están publicando. Así, Thombs et al. (2020) han puesto en marcha un proyecto de revisión sistemática abierta y continua sobre investigaciones de salud mental y COVID-19, consistente en una página Web que permite acceder a cualquier persona interesada, en cualquier momento, a los datos de los artículos que están siendo seleccionados y revisados por este equipo de investigación, así como a las conclusiones que se van estableciendo (https://www.depressd.ca/covid-19-mental-health). En conjunto, tanto las experiencias precedentes como la situación actual, muestran que la sensación de amenaza para la vida, el temor al contagio, la falta de información, la incertidumbre (sobre la forma de transmisión de la enfermedad, la duración de las medidas de confinamiento ), el trabajo en primera línea de exposición, el aislamiento y condiciones del ingreso hospitalario en una UCI, el posible estigma tras haber contraído la enfermedad, la duración y frustración asociadas al confinamiento en casa, la sensación de falta de suministros básicos y la imposibilidad de acompañamiento y despedida de los seres queridos -entre otros factores- hacen que los trastornos relacionados con el estrés (trastorno de estrés agudo y trastorno de estrés postraumático), los trastornos de ansiedad (irritabilidad, insomnio, dificultades de concentración, ira ) y la depresión (incluido conducta suicida y otros comportamientos autolesivos) sean los problemas más comunes (Brooks et al., 2020; Thombs et al., 2020). Asimismo, los datos extraídos de experiencias anteriores señalan que este malestar psicológico suele prolongarse años después de la finalización del confinamiento forzado (Brooks et al., 2020; Torales et al., 2020), por lo que la planificación del impacto psicológico y social que puede traer consigo la epidemia y la implementación de medidas para paliar este impacto supone una línea de acción tan necesaria como la vigilancia epidemiológica, el análisis del impacto económico o el requerimiento de materiales, vacunas y tratamientos (Pan American Health Organization, 2006). Más allá de estos datos, y frente a la falta de planificación de este tipo de medidas, la situación actual ha permitido comprobar, una vez más, la buena disposición de psicólogos y psicólogas para colaborar y aunar esfuerzos para paliar los efectos negativos de esta situación excepcional. Junto a las iniciativas particulares, son numerosas las propuestas impulsadas desde los diferentes colegios de Psicología autonómicos y desde el Consejo General de la Psicología (COP) que se han gestionado en cuestión de días, tales como la elaboración y difusión de guías, la puesta en marcha de recursos para la prestación de primera ayuda psicológica a la población y a grupos vulnerables, la colaboración con instituciones públicas para la difusión de campañas y materiales, el asesoramiento a colegiados para la continuación de su práctica asistencial de manera telemática, y un largo etcétera. Específicamente, el COP ha organizado una línea de actuación en tres niveles. En un primer nivel, se ha puesto en marcha el servicio de Primera Ayuda Psicológica (SPAP), cofinanciado por el Ministerio de Sanidad y el COP, dirigido tanto a población general como a familiares de personas afectadas por COVID-19 y a profesionales sanitarios. En su primer mes de funcionamiento, este servicio de atención telefónica ha atendido 9.536 llamadas (250 llamadas diarias de media), siendo la mayor parte de la solicitudes de ayuda procedentes de personas de la población general (70%), seguidas de las de familiares de personas afectadas por coronavirus (21%). En un segundo nivel de actuación, se han establecido diferentes dispositivos de atención psicológica a distancia gestionados a nivel autonómico por los distintos colegios profesionales, con el fin de realizar intervenciones psicológicas en el territorio de cada comunidad. Teniendo en cuenta las actuaciones en estos dos niveles (estatal y autonómico), se han realizado más de 30.000 asistencias en el primer mes desde la puesta en marcha de estos servicios. Finalmente, en un tercer nivel, el COP está impulsando un proyecto pionero para la incorporación de psicólogos en la Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) de todos los hospitales. Sin duda, uno de los escenarios más castigados por el estrés y el impacto psicológico derivados de la actual pandemia. Este programa, que ya se ha implantado en Castilla-La Mancha, Cataluña y en algunos hospitales de la Comunitat Valenciana, se encuentra enmarcado dentro del proyecto internacional HU-CI (Proyecto Internacional de Humanización de las Unidades de Cuidados Intensivos) y contempla dos líneas de intervención psicológica en crisis y emergencias complementarias. Por un lado, incluye la intervención presencial de psicólogos en las unidades de Cuidados Intensivos para prestar atención psicológica precoz e individualizada a los profesionales de UCI que están en la primera línea de intervención y a los familiares de pacientes con COVID-19 y, por otro lado, la intervención a través de telepsicología dirigida a los grupos anteriormente mencionados junto a otros profesionales de UCI que están en situación de baja laboral o en situación de aislamiento y a los propios pacientes ingresados en estas unidades. En definitiva, el brote de enfermedad respiratoria asociada al nuevo coronavirus y la situación de cuarentena y distancia social que lo ha acompañado han puesto en valor el papel de la Psicología y la necesidad de dar una respuesta a las demandas psicológicas de la población, especialmente en lo que se refiere a la atención de determinados colectivos de especial riesgo, como personas afectadas por COVID-19 y sus familiares, personal de primera línea de intervención y otros grupos especialmente vulnerables, cuyo estrés y malestar se ha visto agravado por las nuevas circunstancias, y entre los que se incluye a las mujeres víctimas de violencia de género, las embarazadas, los niños con necesidades educativas especiales, las personas mayores, las personas con discapacidad, los individuos institucionalizados y las personas con trastornos de salud mental previo, entre otros. Por otro lado, si tenemos en cuenta que el control de la propagación de la enfermedad requiere un cambio en los patrones de comportamiento (adquirir nuevos hábitos de cuidado, higiene personal, distancia social ), al igual que el compromiso y la implicación de toda la comunidad en este cambio, el papel de la conducta y de lo psicológico adquiere aún más importancia. | ||||
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