EL ESPECTRO AUTISTA, AVANCES EN EL DIAGNÓSTICO– ENTREVISTA A MERCEDES BELINCHÓN

14 May 2008

El autismo es un trastorno complejo, de origen desconocido, que altera la capacidad de comunicación, relación e imaginación del niño/a y se acompaña frecuentemente de cambios comportamentales. Se estima que el autismo afecta a uno de cada 170 niños en edad escolar, siendo reconocido actualmente como un problema más común que el Síndrome de Down o la Diabetes Juvenil.

El mes pasado se ha celebrado, por primera vez, el día mundial del autismo. La Asamblea General de la ONU adoptó una resolución declarando el 2 de abril como Día Mundial de Concienciación sobre el Autismo, con la finalidad de alertar acerca de estos trastornos, cuya incidencia ha aumentado de manera considerable en todo el mundo. El documento defiende los derechos de estas personas a disfrutar de una vida plena y digna y recuerda que el diagnóstico temprano, así como la intervención apropiada, son fundamentales para su crecimiento y desarrollo.

Mercedes Belinchón

Con motivo de profundizar en el tema, Infocop ha querido entrevistar a Mercedes Belinchón, doctora en Psicología, profesora titular del Departamento de Psicología Básica de la Universidad Autónoma de Madrid y especialista del Grupo de Estudio de los Trastornos del Espectro Autista creado en el Instituto de Investigación de Enfermedades Raras (Instituto de Salud Carlos III).

ENTREVISTA

Infocop: Recientemente se ha acuñado el término Trastornos del Espectro Autista (TEA) poniendo de manifiesto la complejidad de este cuadro, ¿a qué nos referimos exactamente con este término?

Mercedes Belinchón: Desde finales de los pasados años 70 y, gracias a los estudios que realizaron, sobre todo, Lorna Wing y sus colegas en el Reino Unido, comenzaron a reconocerse básicamente dos hechos: 1) que las alteraciones de la comunicación, la relación y la imaginación que definen el autismo (y que desde entonces se conocen como «tríada de Wing») se dan con niveles muy variables de severidad y se manifiestan clínicamente en formas muy diversas, y 2) que, por tanto, la etiqueta «autismo», no identifica tanto una condición clínica homogénea, con síntomas y perfiles de funcionamiento idénticos en todos los afectados, sino un conjunto de condiciones que comparten la alteración cualitativa muy temprana en el desarrollo de la tríada de funciones antes mencionada, pero que implican conductas, capacidades, dificultades y necesidades cuantitativamente muy diversas entre sí.

Las nociones de «espectro» y «continuo autista», que en los últimos años se usan como sinónimas de «autismo», reflejan precisamente esa diversidad de personas y condiciones. Por ejemplo, las personas más gravemente afectadas y con discapacidad intelectual asociada muestran una incapacidad muy profunda para establecer relaciones sociales significativas, dificultades muy importantes para la comunicación verbal y no verbal, y un patrón de comportamiento extremadamente inflexible, repetitivo y estereotipado que les hace requerir apoyos muy amplios y continuados durante toda su vida. En el otro extremo del «espectro» o del «continuo», las personas con trastorno o síndrome de Asperger suelen mostrar interés y motivación por establecer relaciones sociales (aunque tienen muchas limitaciones para aprender por sí mismos las sutiles y complejas reglas que rigen la vida social); tienen buenas capacidades lingüísticas y cognitivas e incluso habilidades especiales para ciertas tareas, y una inflexibilidad más cognitiva que propiamente conductual, que se refleja, sobre todo, en intereses y temas de conversación muy restringidos, que pueden llegar a obsesionarles pero que no les impiden realizar las actividades esperables a su edad en sus entornos habituales e incluso alcanzar buenos logros académicos, profesionales o artísticos. Vemos entonces que las personas con síndrome de Asperger tienen el mismo tipo de limitaciones sociales, comunicativas y de imaginación que las personas con otras formas de autismo, y que necesitan apoyos cualitativamente similares a los de éstas en los ámbitos educativo, laboral, familiar y comunitario; sin embargo, el grado o severidad de su afectación se puede considerar como menor y por ello los apoyos necesarios tendrán menor intensidad y duración o serán distintos. Aparentemente, las personas con trastorno de Asperger o «autismo de alto funcionamiento» se parecen muy poco al estereotipo, que por desgracia prevalece todavía hoy, que identifica el «autismo» con personas con gran aislamiento social, muy grave discapacidad intelectual, estereotipias, risas o rabietas sin control, y déficit y conductas desafiantes. Sin embargo, si analizamos en profundidad tanto la naturaleza de los problemas como la de las estrategias y recursos de intervención que resultan eficaces en los distintos casos, encontramos elementos muy comunes, y por ello se justifica su inclusión conjunta bajo un mismo paraguas o rótulo conceptual.

¿Hablar ahora de «trastornos del espectro autista» implica algo más que una moda o un simple cambio de denominación? A mí me parece que sí. Reconocer que el autismo se puede expresar clínicamente en formas de severidad muy variable permite superar estereotipos erróneos sobre cómo son o qué necesitan las personas afectadas, y tiene infinidad de consecuencias tanto a nivel teórico como profesional, aunque a veces éstas sean problemáticas. Por ejemplo, para los profesionales clínicos, las tareas diagnósticas se han vuelto, por así decirlo, más complejas. Primero, porque los manuales que hoy sirven como referencia internacional para el diagnóstico en el ámbito de la salud mental, como el DSM-IV TR y el CIE-10, están organizados en categorías, lo que, de entrada, choca con la propia definición «dimensional» del autismo (en estos manuales, además, los trastornos del espectro autista forman parte de una categoría más amplia, la de los «trastornos generalizados del desarrollo» –TGD-, que incluye también un trastorno infantil neurodegenerativo como el síndrome de Rett, que tiene una etiología genética específica). Y segundo, y más importante aún, porque las categorías y criterios tanto de inclusión como de exclusión que ofrecen estos dos manuales resultan insuficientes y poco operativas como guía para el diagnóstico diferencial de muchos casos clínicamente «limítrofes», tanto dentro de la propia categoría TGD (entre las opciones de «trastorno autista», «trastorno de Asperger» y «trastorno generalizados del desarrollo no especificado»), como respecto a otras categorías clínicas (como el retraso mental, en el extremo más grave del continuo, y ciertos trastornos de personalidad, en el extremo más leve).

El diagnóstico clínico y diferencial del autismo exige hoy en día una formación muy precisa y especializada que muy pocos profesionales poseen todavía en nuestro país, y por ello ocurre que la demanda de diagnósticos está aumentando de manera extraordinaria, pero la tasa de diagnósticos erróneos y la falta de concordancia de los diagnósticos emitidos por los distintos profesionales y servicios es todavía muy alta, generándose con todo ello una confusión considerable.

 

Por otro lado, sin embargo, creo que para los profesionales del ámbito educativo y social, para las propias personas y familias afectadas, para las administraciones, los medios de comunicación y la sociedad en general, la popularización del concepto «trastornos del espectro autista» está teniendo consecuencias positivas. Primero, porque pone al descubierto más claramente la lógica funcional que subyace a los diversos síntomas y variantes clínicas del autismo, y facilita que se entiendan mejor las dificultades, las necesidades y las posibilidades de las personas con estos trastornos, y también que se detecten y reconozcan antes. Segundo, y consecuencia directa de lo anterior, porque al comprenderse mejor lo que significa que a alguien se le diagnostique un trastorno del espectro autista se están pudiendo articular y ajustar mejor las respuestas y los servicios (terapéuticos, educativos, sociales) que se ofrecen a estas personas y sus familiares. Y tercero, y en mi opinión fundamental, porque todo lo anterior está favoreciendo una visión cada vez más integral y menos «medicalizada» sobre el autismo, que permite abordarlo como una situación y un reto que concierne al conjunto de la sociedad (y a profesionales y científicos de muy diversas especialidades), y no sólo como un trastorno o patología que concierne únicamente a los profesionales de la salud mental.

I: Hasta la fecha se considera el autismo una enfermedad incurable de origen desconocido, ¿cuáles son los hallazgos más recientes respecto a las causas de esta enfermedad? ¿Qué avances se han producido en los últimos años?

M.B.: En esta última década, las investigaciones sobre el autismo (y de manera especial, las investigaciones biomédicas) han aumentado tanto y tan rápidamente que sería imposible dar cuenta de todos los hallazgos recientes. No obstante, puestos a seleccionar, considero especialmente interesantes cuatro grupos o clases de datos: 1) los que confirman que el autismo es el resultado de procesos atípicos de neurogénesis o maduración cerebral tanto pre- como postnatal (lo que tira por tierra hipótesis explicativas sólo «psicógenas» como las que durante un tiempo ligaron el origen de este trastorno a la personalidad de los padres o los estilos de crianza, o como las que, todavía hoy, prefieren tratar el autismo sólo como un síndrome conductual o un simple problema de «aprendizajes»); 2) los que demuestran que la causación o etiología del autismo implica una interacción extraordinariamente compleja de susceptibilidad genética, con marcadores en varios cromosomas -2q, 7q, 13q, 16p, 17q, X y otros-, y de factores medioambientales diversos, como complicaciones obstétricas, infecciones víricas pre o postnatales, alteraciones gastrointestinales, vacunas, exposición a distintas sustancias tóxicas y otros agentes (lo que abre la puerta al desarrollo de políticas no sólo terapéuticas sino también preventivas –como, por ejemplo, el consejo genético a familias que ya tienen un hijo o hija afectado); 3) los que confirman que hay muchas rutas biológicas posibles para el autismo (esto es, que situaciones y procesos biológicos muy dispares pueden desembocar en ese patrón concreto de afectación del desarrollo y el comportamiento que se sintetiza en la «tríada de Wing»), y, 4) que son las «conexiones a larga distancia» entre diversas estructuras corticales y subcorticales más que la disfunción de regiones o estructuras cerebrales individuales las que están sobre todo afectadas en las personas con autismo (lo que exige modelos explicativos muy globales e integrados tanto a nivel neurobiológico como psicológico).

A la luz de estas consideraciones, quizá alguien podría estar tentado a considerar que, efectivamente, el autismo es un trastorno «incurable» porque nadie puede «dejar de tener autismo» por efecto de algún tratamiento, pero, sinceramente, y como ya apunté en mi respuesta a la anterior pregunta, no creo que el modelo médico de enfermedad resulte adecuado o suficiente aquí. Los hallazgos científicos a lo que nos abocan es a entender que el autismo es una condición neuroevolutiva particular, un modo peculiar de organización y funcionamiento del cerebro y la mente que resulta de procesos ontogenéticos parcialmente deficitarios y/o desviados desde momentos muy tempranos del desarrollo, y del que se derivan dificultades y limitaciones psicológicas para los individuos en unos ámbitos (como el ámbito socioemocional), pero también capacidades en otros ámbitos (por ejemplo, en el dominio de la percepción visual o auditiva) que pueden incluso superar las que habitualmente desarrollan las personas sin autismo (las personas «neurotípicas»).

 

Por tanto, quienes han recibido un diagnóstico de autismo no deberían considerarse «enfermos que deban esperar curarse», sino «personas con un modo de funcionar diferente pero no necesariamente deficiente o patológico» que deben entender cuáles son sus capacidades y sus dificultades, y deben saber que con tratamientos adecuados y apoyos suficientes en su entorno, podrán mejorar sus síntomas, podrán desarrollar sus habilidades y hacer muchos y buenos aprendizajes, podrán disfrutar de una buena calidad de vida y podrán llegar, en muchos casos, a hacer aportaciones muy útiles a la sociedad.

I: ¿A qué edad pueden observarse los primeros síntomas? ¿Cómo se manifiesta el autismo?

M.B.: Como confirman diversos estudios, muchos padres con hijos con autismo (casi el 50%) informan retrospectivamente de haber notado que algo no iba bien en el desarrollo de éstos cuando tenían 18 meses o incluso antes, y prácticamente el cien por cien observó ya signos claros de un desarrollo atípico a los 24 meses. En estos estudios también, y en uno reciente que realizamos en el Grupo de Estudio de los TEA del Instituto de Investigación de Enfermedades Raras-Instituto de Salud Carlos III (Hernández y cols., 2005), se ha comprobado que los comportamientos más llamativos para los familiares en un primer momento son los relacionados con las alteraciones de la comunicación, especialmente la ausencia de lenguaje oral, no responder a su nombre, no mirar a los ojos, no «llevar y mostrar» cosas a los demás, y no señalar con el índice; en el ámbito de las relaciones sociales, los padres destacaban sobre todo la actitud de falta de atención, interés o curiosidad del niño o la niña sobre lo que hacen o dicen los que le rodean, las relaciones poco adecuadas con otros niños de su edad, la ausencia de sonrisa social y también las rabietas aparentemente injustificadas.

Los estudios de cribado demuestran también la importancia, para una detección temprana del autismo, de signos como la ausencia de conductas de atención conjunta (como señalar para mostrar o compartir interés y placer con el adulto) o la ausencia de juego simbólico a los 2 años que podría detectar fácilmente cualquier pediatra (además, por supuesto, de los padres). Por otro lado, y dada la importancia que tienen para el pronóstico la detección y atención tempranas, desde la Academia Americana de Neurología y otros organismos, se ha señalado una indicación absoluta de llevar a cabo una evaluación global y multidisciplinar por especialistas para comprobar el posible diagnóstico de TEA en todos aquéllos niños de 12 meses que no tengan balbuceo y no presenten algún tipo de gesto social (señalar, decir adiós, etc.), en todos los niños de 16 meses que no dispongan de las primeras palabras o que a los 24 meses no hayan empezado a elaborar frases espontáneas de dos palabras, y en todos los niños que, a cualquier edad, sufran una pérdida del lenguaje o de las habilidades sociales adquiridos previamente.

En cualquier caso, es importante señalar que no todos los niños a los que luego se diagnostica un TEA presentaron de pequeñitos todos los síntomas considerados como clásicos y que ninguno de estos síntomas se puede considerar patognomónico o decisivo por sí mismo. Además, el perfil general del desarrollo de los niños con autismo en los 2 primeros años de vida es variable: en algunos, hay una evolución muy lenta o un estancamiento muy temprano de las habilidades y sociales, comunicativas, mientras que en otros casos hay un periodo inicial de aparente normalidad en el desarrollo y una pérdida bastante súbita de habilidades. En los niños con más alto nivel de funcionamiento (síndrome de Asperger), la detección de los primeros signos de problema con frecuencia es más tardía, en parte por la menor severidad de los propios síntomas, y en parte también porque en muchos casos los niños y niñas desarrollan «habilidades» sorprendentes desde muy pronto que dificultan el reconocimiento de sus problemas (por ejemplo, desarrollan un vocabulario excepcionalmente amplio y formal para la edad, una capacidad excepcional para acumular información sobre sus temas de interés, o una habilidad precoz para la lectura); incluso en estos casos, sin embargo, los signos de que el desarrollo está alterado son claros antes de los 3 años.

I: ¿Cómo evoluciona la enfermedad con el paso del tiempo?

M.B.: La evolución tanto de los síntomas como de las capacidades de las personas con autismo depende de muchos factores, como, por ejemplo, el momento en el que se detecta y diagnostica el trastorno, la edad a la que se inicia la intervención (y la intensidad y orientación de ésta), la implicación activa en el tratamiento de los padres y las personas con que interactúa habitualmente con el niño o niña, el nivel de severidad inicial del cuadro, la presencia (o no) de discapacidad intelectual y otros trastornos asociados, etc. Globalmente, y salvo situaciones muy excepcionales, la evolución con la edad es positiva, aunque, como es obvio, también aquí las diferencias individuales en cuanto al pronóstico, el ritmo de los progresos y el posible techo de éstos son muy amplias.

Por lo general, con la edad se produce una disminución de la intensidad y la ocurrencia de muchos síntomas (como, por ejemplo, la hiperactividad, las ecolalias, o las conductas desafiantes) que suelen estar exacerbados durante la infancia, sobre todo en quienes no desarrollan espontáneamente un sistema o código compartido de comunicación -gestos espontáneos o lenguaje verbal, que, de estar ausentes deben ser compensados cuanto antes mediante la enseñanza de sistemas alternativos y aumentativos de comunicación.

 

Por otro lado, se dan progresos en el desarrollo de habilidades y competencias en todos los individuos que participan en programas educativos especializados y muy estructurados, complementados, cuando es necesario, con tratamientos clínicos (farmacológicos, o no).

Por último, si se ajustan bien los apoyos en los entornos en que se desenvuelve el individuo, todas las personas con TEA pueden alcanzar niveles de calidad de vida muy buenos.

Por supuesto, hay etapas especialmente problemáticas. La adolescencia, como ocurre también con quienes no tienen autismo, es un momento especialmente difícil que exige desarrollar estrategias específicas para afrontar los cambios derivados de la maduración sexual tanto en los chicos y chicas con niveles más bajos de funcionamiento como en los chicos y chicas más inteligentes y con una sintomatología menos grave. En el caso de estos últimos, con síndrome de Asperger o con más alto nivel de capacidades cognitivas, que cursan sus estudios en centros ordinarios, la adolescencia resulta además un periodo particularmente complicado por el brusco cambio que experimentan las exigencias del entorno educativo en esa etapa, los nuevos tipos de relaciones entre iguales y con los adultos, la necesidad cada vez mayor de auto-organización y de tomar decisiones cara al futuro, etc. En esos periodos, las limitaciones sociales, imaginativas y de autorregulación que tienen todas las personas con TEA se hacen aún más evidentes y aumenta significativamente el riesgo de episodios de ansiedad y de depresión sobrevenidos que requieren una atención clínica específica.

I: ¿Qué relación tiene el autismo con la capacidad intelectual?

 

M.B.: En principio, autismo y capacidad intelectual se deberían considerar como dimensiones o problemas independientes: así, por un lado, vemos que muchas personas con autismo presentan retraso mental asociado (aunque puedan presentar «picos» aislados de habilidad) y que otras, en los tests convencionales de inteligencia, obtienen puntuaciones dentro del rango normal y hasta superior; por otro lado, está claro que el retraso mental, por sí mismo, no causa o provoca autismo (muchas personas con síndrome de Down, por ejemplo, muestran un grado muy alto de sociabilidad).

Dicho esto, sin embargo, hay que señalar que existe una amplia evidencia que demuestra que la relación entre autismo y retraso mental es más que estrecha. Hasta un 70% de afectados de autismo presentan también discapacidad intelectual (en niveles que pueden oscilar desde ligero a profundo), y más de un 50% de las personas con discapacidad intelectual (y prácticamente todas las que tienen los niveles más severos) presentan también la tríada de problemas de comunicación, relación e imaginación que definen típicamente al autismo. Los casos más graves de autismo coinciden también con los de nivel intelectual más bajo, y las familias con algún miembro con autismo tienen una probabilidad significativamente mayor que la de la población general de tener también hijos con autismo, con retraso intelectual y/o con otros retrasos evolutivos. Por tanto, aunque hay aspectos en el desarrollo y el comportamiento que probablemente podrían considerarse como «específicos» de los trastornos del desarrollo del espectro autista, hay también muchos elementos comunes con la discapacidad intelectual que se deben tener en cuenta de cara tanto a la conceptualización de ambas condiciones como al diseño de los programas de intervención y los apoyos dirigidos a las personas afectadas.

I: Desde un punto de vista psicológico, ¿cuáles son las claves para el cuidado y tratamiento de los niños/as autistas?

M.B.: Tal y como ha recogido el Grupo de Estudio de los TEA en la Guía de Buena Práctica en el Tratamiento de los TEA (Fuentes-Biggi y cols., 2006), existe un amplio consenso internacional en torno a varias ideas: 1) que la educación y el apoyo social son los principales medios para el tratamiento de todas las personas con TEA, durante toda la vida de éstas (por tanto, también durante la edad adulta); 2) que la intervención educativa se debe orientar al desarrollo de las competencias sociales, comunicativas, adaptativas y de juego y a la reducción, en la medida de lo posible, de los síntomas y conductas desadaptativos; 3) que la intervención educativa debe ser iniciada lo más tempranamente posible (idealmente, antes de los 3 años), debe ser lo más estructurada e intensiva posible (al menos 25 horas semanales), debe ser lo más extensiva posible (incluyendo todos los contextos en que se desenvuelve la persona –familia, centro educativo o laboral, comunidad), y debe contar con la máxima colaboración posible de los padres y familiares más próximos; 4) que la intervención educativa se debe complementar, en una mayoría de los casos, con tratamientos farmacológicos y programas conductuales o cognitivo-conductuales para el control de ciertos síntomas y problemas asociados específicos, y, en todos los casos, con estrategias de intervención orientadas a facilitar la inclusión social y normalización de las personas con TEA; 5) que la programación de la intervención debe ser individualizada, habida cuenta del diferente perfil de capacidades, dificultades y necesidades de cada persona con TEA; 6) que la elección de los objetivos y métodos de la intervención deben basarse en la evidencia científica actualmente disponible sobre la efectividad de los tratamientos, evitando programas (como las «lentes de Irlen», la terapia psicodinámica, el tratamiento con quelantes o con secretina, la terapia sacrocraneal, el método Dolman-Delacato, y otros) cuya efectividad real en el tratamiento de las personas con TEA no está documentada, y 7) que la programación de la intervención debe estar «centrada en la persona» y debe tener como principio rector garantizar una buena «calidad de vida» (relaciones interpersonales significativas, bienestar físico y emocional, autodeterminación, inclusión social…) tanto de la persona con TEA como de sus familiares.

I: Los problemas de socialización son frecuentes en estos niños/as, ¿se pueden emplear estrategias de intervención psicológicas eficaces para el abordaje de esta dificultad? ¿Cuál es el tratamiento más recomendado?

M.B.: No sólo se pueden emplear estrategias de intervención psicológica eficaces: es que, en relación con los problemas o dificultades de socialización de estas personas (niños/as y también adultos), las estrategias de intervención psicológica son las únicas eficaces.

Partiendo de un conocimiento profundo del desarrollo típico de la sociabilidad, las emociones, la comunicación, el lenguaje y el juego, y de un conocimiento preciso de la naturaleza de las alteraciones cualitativas que característicamente produce el autismo sobre el desarrollo de esos procesos y capacidades, se han ido generando numerosas estrategias y programas de intervención cuya utilidad y eficacia con las personas con TEA está hoy fuera de toda duda.

 

Programas para desarrollar las capacidades emocionales mediante el aprendizaje de la identificación y expresión de las propias emociones, para establecer relaciones sociales más recíprocas y desarrollar la capacidad de «ponerse en el lugar del otro» (o capacidad de «teoría de la mente»), para desarrollar habilidades y códigos compartidos de comunicación (verbales y no verbales) en personas con distinto nivel de severidad clínica y competencias, etc. están hoy a disposición de los profesionales españoles gracias a la publicación de trabajos como los de Ángel Rivière, Javier Tamarit, Tony Atwood, Carol Gray, Simon Baron-Cohen, Benson Schaeffer, Ayala Manolson y sus compañeros proponentes del «Método Hanen», y otros muchos, y gracias al importante esfuerzo de difusión y facilitación del acceso a estas propuestas que sistemáticamente realizan desde sus respectivas páginas web entidades tan diversas como la Asociación Española de Profesionales del Autismo (AETAPI), el Grupo de Estudio de los TEA del Instituto de Enfermedades Raras-Instituto de Salud Carlos III, la Confederación FEAPS, la asociación ALANDA, la editorial Entha y otras muchas.

I: Para finalizar, ¿desea añadir alguna otra cuestión respecto al tema que nos ocupa?

M.B.: Solamente dos apuntes: 1) una llamada de atención sobre el hecho de que la ampliación del concepto clínico de autismo, la progresiva sensibilización social hacia estos problemas y algunos otros factores, han favorecido un aumento considerable de los casos con TEA o con sospecha de TEA: esto hace imposible mantener la idea de que el diagnóstico o atención de estos casos corresponde únicamente a especialistas, y obliga a establecer planes coordinados de detección, diagnóstico, tratamiento y atención que involucren también a los profesionales de los servicios sanitarios, educativos y sociales generales (pediatras y médicos de atención primaria, educadores infantiles, trabajadores sociales, etc.); y 2) una valoración positiva y esperanzadora sobre la situación actual de los conocimientos, los estudios, la actividad de los profesionales y los recursos y servicios de atención relacionados con los TEA en nuestro país: indiscutiblemente, la investigación, la formación de los profesionales y la red actual de servicios necesitan mejoras muy importantes, pero tienen ahora mismo niveles de calidad perfectamente homologables a los de los países de nuestro entorno más punteros, y ello le permite a cualquiera que quiera aproximarse a este ámbito partir de una experiencia previa acumulada de enorme valor.

Para consultar las referencias bibliográficas pinche aquí.

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