Continuando con la serie de artículos que Infocop viene publicando en estos días, titulada «Se cuestiona el modelo biologicista en Salud Mental» (más información aquí), se publica hoy el segundo artículo de este monográfico.
Marino Pérez Álvarez
Universidad de Oviedo
Llamo cerebrocentrismo a la tendencia, por más señas, reduccionista, consistente en explicar los asuntos humanos como cosa del cerebro, entre cuyos asuntos no faltan los problemas psicológicos. Esta tendencia se encuentra en libros de eminentes neurocientíficos (Damasio; Gazzaniga), en libros de divulgación, donde la divulgación neurocientífica ya es un género literario (Punset; Morgado), en libros de autoayuda acerca de cómo desarrollar el cerebro y sacar partido de tus neuronas y, en fin, en toda esa proliferación de neuro-X, donde X es cualquier disciplina de las ciencias sociales y de la humanidades (educación, ética, economía, filosofía, etc.), así como cualquier tema que se tercie (amor, elección de pareja, marketing, altruismo, egoísmo, sin que falte la felicidad, etc.).
Dos papeles cerebrocéntricos
El cerebro en estos tiempos de cerebrocentrismo no tiene un papel, sino dos: como sujeto creador y como objeto de entrenamiento. Así, por ejemplo, un libro de Antonio Damasio toma en español el título de resonancias bíblicas, aunque seguramente de influencia punsetiana, Y el cerebro hizo al hombre. Lo que la Biblia atribuía a Dios, ahora se asigna al cerebro. ¿Qué nos hace humanos?, el cerebro, por supuesto, según en este caso el libro de Michael Gazzaniga. Cómo percibimos el mundo, se nos asegura que con el cerebro, en el libro homónimo de Ignacio Morgado. Lo que encontramos en este libro, no es ya divulgación neurocientífica, como pretende y es menester que haya (género difícil, sin duda), sino, permítase decirlo, la entrega a un pedagogismo engañoso. Aparte de que no es el cerebro el que percibe (sino todo un organismo situado en un medio), lo que hace el cerebro está explicado en términos homunculistas que recuerdan el fantasma en la máquina, como Gilbert Ryle describiera el dualismo cartesiano, que consiste en situar en escenarios neuronales lo que en realidad hacen las personas en el mundo (se excusaría decir exterior), de acuerdo con toda una historia evolutiva y de aprendizaje. Aunque obvio, no se puede obviar que el cerebro es un órgano del cuerpo y el cuerpo está situado en un mundo de disponibilidades (por aludir a la teoría de la percepción de James Gibson y Alva Noë).
El poder del cerebro no está en crear esto y lo otro, ni tampoco en percibir el mundo, sino en mediar lo que los organismos necesitan hacer para vivir, en función de las exigencias, posibilidades y constricciones del medio (Fuchs, 2011; Pérez-Álvarez, 2011). La plasticidad cerebral sugiere esta potencia y potencialidad para mediar (que no crear ni causar) las conductas y formas de vida de las personas. La plasticidad cerebral muestra que el cerebro puede ser tanto o más variable dependiente, y por más señas dependiente de la conducta y de la cultura, que variable independiente que causara y creara las actividades y asuntos humanos (Li, 2003; Pérez Álvarez, 2011). En todo caso, el cerebro forma parte de una orquestación biocultural a lo largo del desarrollo, al hilo de los contextos culturales, las formas de vida y las circunstancias personales momento a momento (Kitayama y Uskul, 2011; Kitayama y Park, 2010; Li, 2009). |
En cuanto a tomar el cerebro como objeto de entrenamiento, es coger el rábano por las hojas. Para empezar, el cerebro no es un órgano sensible del que tengamos experiencia directa y pudiera ser objeto de entrenamiento como, por ejemplo, los músculos esqueléticos o los esfínteres, por más que se hable de «gimnasia cerebral» (una magnífica expresión debida a Cajal). La modificación del cerebro es inherente a las actividades del organismo y el hecho de que permanezcan «huellas» de estas actividades en el cerebro (y en todo el cuerpo) permite que los hábitos y las experiencias sean duraderas, para bien y para mal: para bien si aquello aprendido es, por ejemplo, una habilidad musical y para mal si lo aprendido es una neurosis obsesivo-compulsiva. Supuesto que el entrenamiento del cerebro es para algo, para el desarrollo de la memoria, de la música, de las matemáticas o de lo que sea, la realización de ese algo ya implica su ejercitación, de manera que tomarlo como objeto puede ser más una actividad distractora, si es que no sencillamente un esnobismo. Si se quiere preparar el cerebro para la memoria, entrena la memoria, recuérdese lo que hizo Joshua Foer para ganar un campeonato de memoria: entrenar concienzudamente la memoria y de paso escribir un buen libro sobre su ciencia y arte (Foer, 2012), y si se quiere preparar para las matemáticas o la música, estudia matemáticas o música. Si se dice que hay que tener el cerebro ocupado, es uno el que lo debe estar, en realidad, a no ser que uno estuviera disociado de su cerebro, lo que sería otro el problema. Entre no hacer nada y hacer algo entretenido y desafiante, mejor quizá esto último, lo que seguramente será mejor para uno y su cerebro incluido.
¿Qué tiene que ver el cerebro con los trastornos psicológicos?, mucho, pero no confundamos dónde está su importancia
El cerebrocentrismo tiene especial gancho en relación con los trastornos psicológicos (psiquiátricos o mentales), a cuenta de hacerlos pasar como enfermedades como otras cualquiera. Esta convención la hemos llamado invenciones, a propósito de la «la invención de los trastornos mentales», no porque éstos no sean hechos reales, si no por ser hechos reales como supuestas enfermedades (González Pardo y Pérez Álvarez, 2007). Como ocurre en absolutamente todas las actividades humanas, incluyendo la de los clínicos en su ejercicio profesional, el cerebro también está implicado en los trastornos psicológicos (de lo contrario estarías muerto). Ahora bien, su implicación no quiere decir que sea la causa, ni deba ser el objeto del tratamiento, según se suele entender. Ni tampoco quiere decir que la consideración del cerebro sea trivial.
Sirva el caso de los taxistas de Londres, no porque tengan ningún trastorno psicológico, sino por introducir el argumento. Como se sabe, de acuerdo con estudios célebres de la neurociencia, en los taxistas de Londres la parte posterior de su hipocampo presenta un volumen significativamente aumentado, correlativo a los años de experiencia. Ni que recordar tiene entre psicólogos que el hipocampo es una estructura cerebral relacionada con la memoria espacial y la navegación, en animales y humanos. Pues bien, a nadie se la ha ocurrido, al menos dejarlo por escrito o decirlo ante testigos, que tal alteración cerebral es la causa de ser taxista. Por el contrario, son bien conocidas las exigencias requeridas y las habilidades desarrolladas para ser taxista en la jungla de asfalto de más de 25.000 calles de Londres, como para entender el carácter dependiente-de-la-práctica de dicha alteración. En definitiva, que ser taxista es lo que causa la alteración del hipocampo. El cerebro de los músicos también es célebre en neurociencia, por mostrar alteraciones estructurales y funcionales dependientes de la práctica, sabido que nadie llega a ser un virtuoso de la música (y de nada) sin al menos unas 10.000 horas de práctica exigente, de lo que ni Mozart se libró (Shenk, 2011). La alteración cerebral de los músicos, además de ser correlativa de la práctica (a más años de profesión, más alteración), es específica del instrumento musical, según sea, por ejemplo, violinista o pianista. El cambio cerebral implicado, pero no sólo cerebral, sino del cuerpo (digitación, postura, coordinación, etc.), supone una adaptación y predisposición que facilita la subsiguiente práctica, así como la sensibilidad y susceptibilidad a ambientes y exigencias musicales. No en vano se habla de la importancia de empezar tempranamente, de niño, el aprendizaje de instrumentos musicales, como de tantas habilidades. Lo malo es que las exposiciones y aprendizajes tempranos también pueden referirse a experiencias y hábitos psicopatológicos.
Las alteraciones cerebrales asociadas a trastornos psicológicos pueden tener también un estatus dependiente y consecuente de la «práctica» y de los avatares de la vida, encontrados en las «escuelas» neuróticas y psicóticas de familias, entornos sociales y épocas «enloquecidas». Es decir, los esfuerzos adaptativos (las acciones y reacciones de las personas, empezando por los niños, llamados «síntomas» en los centros de salud), debidos a las condiciones ambientales (situaciones traumáticas, apego desorganizado, estrés continuado, conflictos, pérdidas), pueden dar lugar, cómo no, a alteraciones cerebrales. Ahora bien, estas alteraciones puede que sean, en realidad, más consecuencia que causa del problema. Sin embargo, cuando se trata de trastornos psicológicos, los correlatos neuronales se suelen tomar como causa o antecedentes, cuando no tiene por qué ser así necesariamente, ni probablemente lo sea, como sugiere el caso de los taxistas y de los músicos.
Esto no quita para que, una vez dadas las alteraciones cerebrales, puedan entrar en un bucle de predisposición, aquí llamada «vulnerabilidad». Se trataría de un bucle constituido por ambientes hábitos experiencias «síntomas» «circuitos neuronales defectuosos» modificaciones epigenéticas contextos clínicos «tóxicos» y de nuevo ambientes, etc. Este bucle «psico-patológico» puede predisponer, consolidar y así «cronificar», un problema, tanto o más en la medida en que incluya contextos clínicos «tóxicos» (el discurso genético, la ideología cerebro-céntrica, la doctrina de la vulnerabilidad-estrés, la medicación, etc.) y, a la vez, excluya contextos alternativos de normalización, desarrollo de habilidades, reorientación de y hacia la vida, lo que en general promueven las terapias psicológicas. Así, un ejemplo, más irónico que otra cosa, en este contexto, está en las alteraciones volumétricas encontradas en pacientes diagnosticados de esquizofrenia (menor volumen general y mayor ventricular). A lo que parece, estas alteraciones, lejos de ser un antecedente (sugerido como factor causal) son, en realidad, efecto de la medicación antipsicótica (Ho, Andreasen, Ziebel, Pierson y Magnotta, 2011). De modo que la medicación antipsicótica puede estar contribuyendo tanto a la alteración cerebral como al rebajamiento de los síntomas, cumpliendo con el doble sentido de pharmacon como medicamento y veneno. No es difícil de entender el bucle iatrogénico que esto puede suponer, todo ello sin considerar que la esquizofrenia sea ninguna bendición ni de que haya para ella «jardines de rosas». Asimismo, las alteraciones epigenéticas pueden ser inducidas por las condiciones ambientales y los propios trastornos a que dan lugar como esquizofrenia, estrés postraumático, anorexia, dependencia de sustancia, etc. La cuestión es entender cómo aspectos del ambiente social se traducen en consecuencias psicopatológicas o de cómo el ambiente «entra en la mente», lo que puede estar epigenéticamente mediado (Toyokawa, Uddin, Koenen y Galea, 2012).
No existen genes de , ni se los espera
En relación con la genética, buscada por la psiquiatría desesperadamente (como si le fuera en ello su estatus científico y profesional), aparte de no aparecer el gen de esto y lo otro y de saber, ya que ni se los espera, la cuestión está en que lo decisivo es lo que ocurre a lo largo de todo el desarrollo, desde el zigoto a la tumba, de manera que el ambiente y la conducta de los organismos (sus vicisitudes y esfuerzos adaptativos) recobran el protagonismo que el fundamentalismo genético trata de arrebatar, más por intereses que por evidencias científicas. La ironía es que «los avances recientes en el entendimiento de los mecanismos genéticos/moleculares subyacentes a los trastornos psicológicos piden una mejor apreciación del papel del ambiente y de las experiencias psicológicas.» (Masterpasqua, 2009, p. 200; ver en el mismo sentido Zhang & Meaney, 2010). Aún los trastornos psicológicos, incluyendo la esquizofrenia, podrían ser hereditarios, sin ser genéticos, porque se «hereden» por vía epigenética, conductual y cultural. Al fin y al cabo, valga por caso, la religión y el acento argentino corren en familia, sin ser genéticos, hasta donde cabe pensar.
No se trata de negar los posibles factores neuronales y epigenéticos implicados en los trastornos psicológicos, sino de ponerlos en su sitio: en un circuito de factores. Un circuito que, por cierto, tiene su origen, valdría decir su causa inicial, en los esfuerzos adaptativos en función de las exigencias, posibilidades y constricciones ambientales. No se trata, por tanto, de negar su implicación, pero tampoco de poner la genética ni la alteración cerebral por delante, como presuntos factores primarios y primordiales (etiológicos), ni de apostar el remedio a la medicación a cuenta de supuestas enfermedades orgánicas. Incluso en la esquizofrenia, donde la medicación ni se discute, deja mucho que desear (véase el artículo de Héctor González Pardo). Ante la incertidumbre y desánimo reinantes en la neurobiología de la esquizofrenia, se está reabriendo la perspectiva psicológica y social, incluyendo el tratamiento (Morgan y Hutchinson, 2010; Moskowitz, 2011). La revista Psychosis. Psychological, Social and Integrative Approaches, órgano de la ISPS: International Society for Psychological and Social Approaches to Psychosis, es muestra de este enfoque reemergente.
Más psicología y menos neuroimágenes
Los propios tratamientos psicológicos pueden producir cambios cerebrales y hasta epigenéticos, según los hechos y razonamientos señalados. Sin embargo, los correlatos neuronales (típicamente, neuroimágenes en tal o cual área) no hacen mejores a los tratamientos psicológicos: ni su disponibilidad los confirma, ni su falta deja de confirmarlos, toda vez que se miden por las mejorías observadas en quienes los siguen. Así, tampoco las neuroimágenes hacen más reales los trastornos psicológicos: su realidad es la vivida y comportada por la propia persona. La tristeza o las voces son tan reales y, en cierta manera, más que los propios circuitos neuronales implicados, de los que no se tiene experiencia. La implicación de distintas realidades físicas, psicológicas y culturales (cuerpo, conducta y cultura) es una cuestión filosófica que, si no se tiene clara, fácilmente lleva a incurrir en el monismo creyendo superar el dualismo, una de cuyas versiones es el homunculismo. Para una posible aclaración filosófica puede verse El mito del cerebro creador (Pérez Álvarez, 2011). La aclaración de estas cuestiones y el análisis crítico de los «intereses creados» en torno a la tecnología de neuroimagen (amén de la psicofarmacológica) tiene importancia científica, política y económica. Un ejemplo de «neuroeconomía» podría formularse así: gastar dinero en buscar neuroimágenes de tratamientos y trastornos, probablemente sea más causa de despilfarro que de conocimiento de causa.
Es importante que los psicólogos conozcan y contribuyan a estudiar la complejidad del cerebro, pero sin complejos. En realidad, puede que la psicología tenga más que decir del funcionamiento del cerebro y sea más relevante para su estudio, que al revés, a pesar de que los «fundamentos neurobiológicos» se suelen poner por delante o en la base de la conducta, de la personalidad, etc. La conducta y la cultura son las condiciones que moldean la estructura y funcionamiento del cerebro, incluyendo las alteraciones asociadas a los trastornos clínicos (Gergen, 2010; Kitayama y Park, 2009; Kitayama y Uskul, 2011; Li, 2003; 2009; Pérez Álvarez, 2011). Preguntas cómo el cerebro genera el yo o la conciencia, son preguntas mal formuladas, por prejuiciosas y presuntuosas, que dan por supuesto que son cosa del cerebro, a la vez, que ignoran el carácter institucional e histórico-cultural del yo y la conciencia. Por ignorar, ignoran que hasta el propio funcionamiento del cerebro está a expensas de la organización de la sociedad. El cerebro humano no ha cambiado como poco en los últimos 40.000 años y el yo y la conciencia es cosa de tiempos y contextos históricos, empezando por la invención de la escritura, hace unos 6.000 años, no prevista ni en los genes ni en el «diseño» del cerebro. Son los desarrollos culturales, empezando por la escritura, los que han reorganizado el funcionamiento del cerebro y continúan haciéndolo (para el papel de la escritura, véase Pérez Álvarez, 2011, cap. 6, y Pérez Álvarez, 2012, cap. 6 y 7). El poder del cerebro, como se decía, está en mediar, permitir y posibilitar (que no crear, generar o causar) las formas de vida que dan lugar a «nichos culturales» e instituciones, los cuales terminan por funcionar como «trinquetes» que hacen difícil la vuelta atrás. Pero, si las instituciones y los andamiajes culturales desaparecieran de la faz de la tierra, el cerebro quedaría sin contexto ni andamios.
Para ver las referencias bibliográficas de este artículo pinchar aquí.
Marino Pérez Álvarez es psicólogo Especialista en Psicología Clínica y Catedrático de Psicología del Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo. Es autor de numerosos artículos en revistas científicas, así como de libros. Entre sus últimos libros figuran La invención de los trastornos mentales (con Héctor González, en Alianza Editorial, 2007), El mito del cerbero creador (Alianza Editorial, 2011) y Las raíces de la psicopatología moderna (Pirámide, 2012). |