VALORACIÓN DE LA GUÍA DE PRÁCTICA CLÍNICA SOBRE LA PREVENCIÓN Y EL TRATAMIENTO DE LA OBESIDAD INFANTOJUVENIL

26 Ene 2011

En el marco del Proyecto GuiaSalud del Plan de Calidad para el SNS del Ministerio de Sanidad y Política Social, se ha publicado la Guía de Práctica Clínica sobre la Prevención y el Tratamiento de la Obesidad Infantojuvenil.

En esta ocasión, David Sánchez-Carracedo será el encargado de realizar la valoración de la calidad y utilidad de esta GPC. David Sánchez-Carracedo es Doctor en Psicología, profesor titular del Departamento de Psicología Clínica y de la Salud de la Universitat Autònoma de Barcelona y psicólogo especialista en Psicología Clínica. Dirige el  Grupo de Investigación en Problemas Relacionados con la Alimentación y el Peso (UAB 1920) y es investigador principal del Proyecto MABIC, sobre la reducción de factores de riesgo de estos problemas en adolescentes.

 

 
David Sánchez-Carracedo

1. Aspectos a destacar de esta guía:

La presente Guía de Práctica Clínica (GPC) para la Prevención y el Tratamiento del Sobrepeso (SP) y Obesidad (OB) Infantojuvenil forma parte de las acciones de la Estrategia NAOS (Nutrición, Actividad física, prevención de la Obesidad y Salud), impulsada por España desde el año 2005, y promovida por el Ministerio de Sanidad y Consumo dentro del Plan de Calidad. En este sentido, constituye una iniciativa de indudable interés que debería contribuir a conocer cuáles son las mejores estrategias para abordar eficazmente la problemática de la obesidad y, con ello, a impulsar su promoción y a orientar las prioridades de investigación futura en este campo.

Las preguntas a responder planteadas por la GPC presentan un panorama amplio y exhaustivo sobre la cuestión, sin rehuir de algunos de los temas más polémicos y controvertidos. Así, por ejemplo, en el apartado de valoración inicial se pretende esclarecer, entre otras cuestiones, cómo definir SP y OB en la infancia, un tema especialmente controvertido. Con respecto a la prevención, no sólo se pretende revisar la eficacia de los diferentes programas para prevenir la OB, sino también sus efectos en la mejora de la dieta, en el aumento de la actividad física o en la disminución del sedentarismo, por lo que el foco de la revisión recoge también los posibles efectos de estos programas sobre el cambio de hábitos, no solo en las tasas de OB. Además, lo hace contemplando diferentes escenarios de aplicación de los programas, como el escolar, sanitario, familiar y comunitario. También se revisan temas que han generado una interesante polémica en el panorama internacional, como es el caso de si los programas periódicos de cribado de peso y talla, que ya se están llevando a cabo en algunos estados de países como Australia o EEUU, son efectivos para prevenir o no el SP-OB. En la misma línea, el apartado de tratamiento revisa la eficacia de un amplio espectro de intervenciones, como la nutricional, la reducción del sedentarismo, el tratamiento psicológico, el tratamiento farmacológico, la cirugía bariátrica y los tratamientos alternativos.

La metodología seguida en la búsqueda de las pruebas está bastante bien precisada y se ha consultado un amplio número de bases de datos relevantes, además de otras GPC sobre el mismo tema. A destacar que se revisaron trabajos en diferentes lenguas, sin la limitación, lamentablemente habitual en otras revisiones sistemáticas sobre este y otros temas de interés sanitario, de buscar trabajos publicados únicamente en inglés.

 

La presentación de los datos es muy clara, iniciada con una síntesis inicial de las principales recomendaciones derivadas de las pruebas examinadas. Cada apartado de la GPC consta de un listado de las preguntas a responder, de una descripción de todas las pruebas revisadas junto a su clasificación según el nivel de fuerza de la evidencia, resúmenes finales de las evidencias y síntesis de las recomendaciones basadas en ellas. La guía incluye glosario e índice de abreviaturas y además se presenta una versión resumida y una Guía para el Paciente.

Es interesante destacar que la GPC incluye indicadores con la finalidad de proveer unas herramientas que sirvan para evaluar el grado de cumplimiento de las principales recomendaciones formuladas. La guía se revisará cada 3 años, teniendo en cuenta así el importante volumen de investigación que comienza a generarse en torno a esta cuestión.

2. Aspectos a mejorar:

Como ya se ha comentado, el tema de la evaluación del SP y la OB infantojuvenil es especialmente controvertido. No existen puntos de corte de índice de masa corporal (IMC) únicos claramente consensuados a nivel internacional, como sí ocurre con población adulta, debido a que en niños y adolescentes la altura no es estable y varía con la edad. Por ello, normalmente se recurre a puntos de corte basados en puntuaciones percentiles para cada sexo y edad en base a curvas de crecimiento de la población de referencia. El problema es doble: qué criterio percentil utilizar y qué curva de crecimiento tomar como referencia, problema este último especialmente relevante a nivel español, dada la existencia de varias curvas.

Basándose únicamente en la experiencia clínica y en el consenso del equipo redactor, la guía recomienda utilizar las curvas y tablas de crecimiento del estudio semilongitudinal realizado por la Fundación Orbegozo en 1988 (Hernández et al., 1988), argumentando que se realizaron antes del inicio del incremento de SP-OB, por lo que las curvas más actuales podrían infraestimar las cifras de prevalencia. Establecen como puntos de corte el percentil 90 (SP) y el percentil 97 (OB) específicos por edad y sexo en estas curvas. Esta decisión sorprende pues, aunque se trata de unas curvas de amplio uso y difusión, tienen ya más de 20 años y están realizadas exclusivamente con población de Bilbao y su comarca.

Las actuales cifras oficiales de prevalencia de SP-OB infantojuvenil provienen del Estudio enKid (Serra-Majem, et al., 2003), el cual utilizó estas mismas curvas, aunque con unos criterios percentiles algo diferentes a los propuestos por esta guía para el establecimiento del SP (P85 en lugar de P90). Estas cifras oficiales indican una prevalencia del 12,4% de SP y del 13,9% de OB, lo cual siempre nos ha parecido anómalo, por ser mayor el porcentaje de OB que el de SB. Cifras más recientes, como las ofrecidas por la Fundación Thao Salud Infantil Estévez-Santiago, 2010) con niños de 3 a 12 años, con un 11,2% de SP y un 9,3% de OB, parecen más lógicas y están basadas en el uso de los mismos criterios percentiles que el Estudio enKid, pero aplicados a unas nuevas curvas que la misma Fundación Orbegozo ha publicado en un doble estudio transversal y longitudinal en el año 2004 (Sobradillo et al., 2004). Existen además otras curvas, las del Estudio Transversal Español de Crecimiento 2008 (Carrascosa Lezcano et al., 2008), elaboradas sobre la base de una de las muestras más grandes y representativas de la población española evaluadas hasta la fecha, las cuales han sido elaboradas incluyendo los datos de la versión más actual de las curvas de la Fundación Orbegozo, entre otros. La guía revisada, que analiza estas curvas, contiene una grave errata al señalar que este estudio establece los puntos de corte para el diagnóstico de SP y de OB en el P85 y P95 respectivamente, cuando precisamente la gran virtud de este estudio es que, al igual que ya hizo la International Obesity Task Force Cole, Bellizi, Flegal y Dietz, 2000), pero en este caso con datos de población española, se toman como indicadores de SP y OB los valores percentiles correspondientes al IMC de 25 y 30 en la edad adulta (18 años), que sí cuentan con un consenso claro a nivel internacional (estos valores se corresponden en las curvas a los percentiles 80 y 97 en los varones y 85 y 97 en las mujeres, respectivamente para SP y OB). No encontramos por tanto suficientemente justificada la recomendación que hace la guía ni con respecto al criterio para determinar SP y OB infantojuvenil, ni con respecto a las curvas de referencia recomendadas.

Además de esta recomendación, hay otras muchas en la guía que se basan exclusivamente en la experiencia clínica y el consenso del equipo redactor, definidas como recomendaciones controvertidas o sin evidencia, lo que limita la fortaleza de estas recomendaciones (no entran en ninguno de los niveles de evidencia catalogados en cuatro niveles que van de la A a la D). En algunas de estas recomendaciones, sí que existen pruebas y/o argumentos adicionales para formularlas. Por ejemplo, en el caso de las intervenciones preventivas familiares, la guía recomienda que «los niños y las niñas realicen comidas regulares, con la presencia de la familia y sin elementos de distracción (como la televisión)» (p. 69), basándose únicamente en la experiencia clínica y el consenso del equipo redactor, y obviando que son varios los estudios que recientemente están poniendo de manifiesto el papel protector del «comer en familia» en el desarrollo de problemas relacionados con la alimentación y el peso.

Con el mismo nivel de evidencia, en el apartado de la guía sobre intervenciones para reducir el sedentarismo, se recomienda retirar la televisión, las videoconsolas y los ordenadores de las habitaciones de niños y niñas y adolescentes con sobrepeso u obesidad. Es creciente el número de estudios que señalan el importante papel del uso y consumo de medios (en especial de la televisión) como factor de riesgo en el desarrollo de estos problemas, y son cada vez más los expertos a nivel internacional que recomiendan este tipo de medidas, pero como una medida general para todos los niños y adolescentes, no exclusivamente para los que tienen sobrepeso u obesidad.

También sobre la base exclusiva de la experiencia clínica y el consenso, en el caso de las intervenciones preventivas comunitarias se recomienda la creación de espacios seguros y agradables, así como de infraestructuras adecuadas para el juego y el deporte en espacios públicos para los menores y los adolescentes. En nuestra opinión, ésta y otro conjunto de recomendaciones podrían contar con un grado de evidencia de nivel D o incluso C si se hubieran tenido en cuenta estudios como el realizado recientemente en dos pequeñas ciudades del norte de Francia (Romon et al., 2009), que ha dado lugar al Programa EPODE (Ensemble, prévenons l’obésité des enfants / Juntos, prevengamos la obesidad infantil). Doce años después del inicio del programa, de base comunitaria y ambiental, la prevalencia de sobrepeso infantil no se incrementó en las ciudades donde se aplicó, situándose en torno a un 9%, mientras que en ciudades cercanas tomadas como control, la prevalencia se duplicó en el mismo periodo, situándose en un 18%, en la línea de las tendencias de todo el país. Aunque el estudio presenta importantes limitaciones metodológicas, el resultado es tan espectacular que ha merecido la atención incluso de editoriales de revistas como el New England Journal of Medicine (Katan, 2009), reflexionando sobre la necesidad de prestar mucha mayor atención a este tipo de intervenciones comunitarias y ambientales. Esta aproximación comunitaria fue lanzada en 2004 a otras diez ciudades de diferentes regiones de Francia bajo el nombre de EPODE y, actualmente, se está difundiendo en más de un centenar de comunidades francesas. El Proyecto EPODE cuenta con apoyo gubernamental y del sector privado y el Gobierno británico ya está considerando adoptar iniciativas similares. Recientemente, se ha creado The EPODE European Network (EEN / www.epode-european-network.com), red que pretende ayudar a facilitar la implementación de iniciativas de base comunitaria usando la metodología EPODE en otros países europeos. El EEN es un proyecto europeo que cuenta con el apoyo de la European Commission DG Health and Consumers y, en la actualidad, participan en el mismo Francia (Programa EPODE), Bélgica (Programa Viasano), España (Programa Thao Salud Infantil) y Grecia (Programa Paideiatrofi). Es cierto que el trabajo al que hacemos referencia se publicó en 2009 y que las búsquedas de la guía finalizan en agosto de 2008, pero una versión con doi ya estaba disponible en el mismo 2008 y en la GPC se señala que se identificaron estudios relevantes en las revistas biomédicas de mayor impacto durante todo el proceso de elaboración de la misma. Creemos que la relevancia de este trabajo y de la iniciativa del EEN no debería pasar desapercibida en una guía sobre este tema.

Otra cuestión apenas abordada de forma indirecta por la guía tiene que ver con la cada vez más reivindicada necesidad de integrar la prevención de la obesidad con la prevención de los trastornos de la conducta alimentaria (TCA). Varias son las razones tanto de tipo práctico como conceptual para contemplar ambos problemas, junto a otros como la insatisfacción corporal o la adopción de conductas no saludables de control del peso, como un continuum que viene a denominarse como «problemas relacionados con la alimentación y el peso«, y para desarrollar programas de prevención dirigidos a prevenir de forma integrada este espectro de problemas. Entre estas razones se encuentran las siguientes: (1) estudios transversales y longitudinales que señalan el elevado nivel de co-ocurrencia de muchos de estos problemas o las oscilaciones temporales frecuentes de uno a otro en una misma persona; (2) la reciente identificación de factores de riesgo compartidos para todo este espectro de problemas; (3) la posible falta de coherencia del mensaje preventivo que se puede estar transmitiendo en la actualidad entre las intervenciones preventivas de OB y TCA, que puede estar trasladando mensajes contradictorios a nuestros adolescentes; y, (4) razones de eficiencia. Nosotros hemos analizado en detalle esta cuestión en otros trabajos (López-Guimerá y Sánchez-Carracedo, 2010). La guía no dice prácticamente nada sobre esta cuestión, salvo cuando recomienda evaluar la eventual existencia de condiciones psicopatológicas (ansiedad, depresión, conducta bulímica) que puedan ser determinantes de la obesidad en la población infantil o adolescente (con un grado D de recomendación, el más bajo).

Una de las reivindicaciones más relevantes de los defensores de la prevención integrada es que el foco de estos programas se sitúe en la salud y en el cambio de conducta, frente a un foco situado en el peso, y que, por tanto, los programas preventivos incorporen contenidos que tengan que ver con la promoción de una imagen corporal positiva y la aceptación de diversidad de tallas corporales para contribuir a la reducción de la estigmatización de la OB. Llama la atención que no se revise nada sobre el tema de la estigmatización de la OB, en especial en la infancia, del que existen numerosos estudios y que, a nuestro modo de entender, es tan relevante como los problemas de salud asociados a la misma, éstos sí revisados en la guía. Es cierto que estas cuestiones están pobremente evaluadas en los programas de prevención de la OB, por lo que las conclusiones sobre posibles efectos iatrogénicos de estas intervenciones son prematuras, pero precisamente por ello tampoco pueden descartarse tales efectos, y la máxima «primero no hacer daño» debería seguir guiando nuestras intervenciones. En las recomendaciones de la guía, en línea con los objetivos de la Estrategia NAOS, el foco se sitúa únicamente en la mejora de la alimentación y de la actividad física, prestando una atención escasa a temas relacionados con la imagen corporal, la importancia de promocionar la aceptación de la diversidad de tallas corporales o los posibles efectos nocivos de estas actuaciones sobre el desarrollo de alteraciones alimentarias y conductas de control del peso no saludables.

Con respecto a esta cuestión tan sólo encontramos que, entre las recomendaciones de la guía respecto a las actuaciones preventivas en el ámbito sanitario, se señala que «(…) las intervenciones para promover una alimentación saludable y fomentar la actividad física deben favorecer una imagen positiva del propio cuerpo y ayudar a construir y reforzar la autoestima de los menores. Se recomienda prestar especial cuidado para evitar la estigmatización y la culpabilización de los menores con sobrepeso o de sus familiares» (p. 16). Aplaudimos la recomendación, pero una vez más se basa únicamente en el consenso del equipo redactor y en la experiencia clínica, no en datos empíricos. Además, es una recomendación que sólo se formula para la prevención en el ámbito sanitario, cuando creemos que, por su importancia, debería extenderse a todos los ámbitos de actuación preventiva. Otros informes internacionales, como el de la posición de la American Dietetic Association (ADA, 2006) sobre esta cuestión, sí muestran cierta preocupación por la posibilidad de que los niños que participan en programas preventivos puedan ser estigmatizados debido a su peso y resulta esperanzador que la ADA anime a que se incluyan en la investigación sobre obesidad pediátrica medidas de resultados centradas en cuestiones como la autoestima o la imagen corporal. En este mismo sentido, se ha posicionado la Society for Adolescent Medicine (Khon et al., 2006), al señalar entre las indicaciones sobre la prevención de la obesidad en adolescentes que «los esfuerzos dirigidos a la prevención del SP necesitan ser congruentes con la sensibilidad de los adolescentes hacia las cuestiones relacionadas con el peso, de forma que se evite inadvertidamente evocar la insatisfacción corporal y/o el desarrollo de conductas de control del peso no saludables relacionadas (…), situando menos el foco en el peso corporal, la figura corporal y la talla» (p. 785).

Con respecto a los factores de riesgo compartidos por todo el espectro de los problemas relacionados con la alimentación y el peso, uno de los que cuenta con mayor aval empírico es la dieta restrictiva. Entre las recomendaciones para las intervenciones dietéticas, la guía recomienda con grado D (el más bajo) que los profesionales encargados del cuidado de los menores y adolescentes con SP-OB presten especial atención a la presencia de factores de riesgo o signos de TCA. Pero se obvia el papel de la dieta restrictiva como factor de riesgo también del desarrollo de SP-OB en adolescentes, que ya ha sido puesto de manifiesto en numerosos estudios longitudinales recientes. En nuestra opinión, la guía debería alertar con mayor énfasis y sobre la base de pruebas más firmes, sobre los peligros asociados al seguimiento de dietas restrictivas, tanto con relación al desarrollo de alteraciones alimentarias, como de problemas de SP-OB. La guía se limita a reconocer que la eficacia de las intervenciones dietéticas, si existe, es de corta duración, pero omite información relevante sobre los posibles peligros asociados a este tipo de intervenciones.

Finalmente, creemos que sería de gran ayuda disponer de una auténtica versión resumida de la guía (la versión resumida presentada tiene 127 páginas frente a las 154 de la guía completa), para facilitar su difusión.

3. Función del psicólogo y papel otorgado a los tratamientos psicológicos:

El grupo de trabajo de la GPC está compuesto por 18 médicos especialistas (12 en pediatría, 3 en endocrinología y nutrición y 3 en medicina familiar y comunitaria), una enfermera, un técnico del CSIC, un experto en documentación y un licenciado en veterinaria experto en nutrición y dietética humana. Los expertos consultados para la revisión externa de la guía son 20 médicos especialistas (14 de ellos en pediatría o endocrinología pediátrica, 3 en medicina familiar y comunitaria, uno en endocrinología y nutrición, uno en medicina preventiva y salud pública y uno en farmacología) y una bibliotecaria-documentalista. Las colaboraciones expertas y las personas encargadas de la elaboración del material para pacientes también son todas ellas médicos especialistas. Casi todos ellos provienen del mundo hospitalario o de la atención primaria. Todos los reconocimientos de la guía son de sociedades científicas y asociaciones profesionales del ámbito de la medicina y la enfermería.

La figura del psicólogo, al menos en lo que a la elaboración de la guía se refiere, brilla por su ausencia. Esta ausencia de participación del mundo de la psicología sorprende bastante. Una de las preguntas que se plantea responder la guía tiene que ver con si el tratamiento psicológico es o no eficaz. El resultado es que las intervenciones psicológicas (concretamente, el tratamiento de apoyo psicológico con terapia conductual o cognitivo-conductual) y las intervenciones combinadas con dieta, ejercicio físico y modificación conductual para el SP-OB en menores y adolescentes, son recomendadas con un grado B, el nivel más alto que alcanzan las recomendaciones de esta guía, nivel que, por cierto, no llegan a alcanzar las intervenciones farmacológicas o quirúrgicas. Dada la importancia del tratamiento psicológico en este tema, hubiera parecido razonable contar con la participación de expertos en este campo.

La guía señala que la prevención debería ser prioritaria en este campo, pero en cambio se afirma que está dirigida fundamentalmente a pediatras, médicos generales/de familia y profesionales de enfermería que desarrollan su actividad principalmente en atención primaria. Pensar que la prevención debe llevarse a cabo principalmente en atención primaria es tener un concepto de la prevención bastante limitado. Cierto es que la guía añade que también son destinatarios de la misma los profesionales de la salud que desarrollan su actividad en la atención especializada, así como psicólogos, nutricionistas y dietistas, empresas de alimentación y ocio infantojuvenil, instituciones y personas dedicadas a la política, gestores, familias, educadores y el público en general, pero ninguno de estos agentes ha sido contemplado en la elaboración de la guía, a diferencia de otros casos, como el de la guía desarrollada por el NICE británico (2006) para la prevención y manejo de la obesidad en adultos y niños, donde el grupo encargado de desarrollar el apartado de prevención está constituido principalmente por especialistas en salud pública y en promoción de la salud, además de participar en su elaboración otros agentes como asociaciones de consumidores y de afectados.

La omisión del mundo de la psicología alcanza incluso a las pruebas revisadas. En este sentido, baste señalar la omisión del primer meta-análisis publicado sobre la eficacia de los programas preventivos de la obesidad dirigidos a niños y adolescentes, el cual fue llevado a cabo por el equipo de Eric Stice, del Departamento de Psicología de la Universidad de Texas (Austin, USA). Está publicado en una importante revista internacional, por lo que su omisión de la revisión tiene difícil justificación. 

La propia guía da pistas de las posibles razones de la omisión de la figura del psicólogo en su elaboración, pues se llega a afirmar que los programas de modificación del estilo de vida deben ser supervisados por especialistas en endocrinología y nutrición, medicina de familia o pediatría con formación en el tratamiento de la obesidad, obviando que el auténtico especialista en modificación del comportamiento es el psicólogo. Se reconoce, por tanto, el importante papel del tratamiento psicológico como tratamiento de elección de la obesidad pediátrica, sólo o combinado con otras intervenciones, pero nada se dice sobre la necesidad de disponer de profesionales de la psicología, en especial de los especializados en modificación de conducta y promoción de la salud, para la implementación y supervisión de este tipo de tratamientos.

4. Algún otro comentario de interés:

De la revisión de ésta y de otras guías publicadas en el panorama internacional, podemos concluir que los avances en el desarrollo de programas de intervención y prevención del SP-OB son todavía muy limitados, con resultados pobres y limitaciones metodológicas, que se centran casi en exclusiva en la promoción de cambios en la alimentación y la actividad física y en la reducción del peso, y que la preocupación por los posibles efectos de estas intervenciones sobre la imagen corporal o posibles alteraciones alimentarias y conductas de control del peso no saludables, es prácticamente insignificante.

Echamos de menos algún tipo de valoración global sobre la base de la síntesis de las pruebas presentadas, en especial en lo que se refiere a la priorización de las políticas de investigación y a la necesidad de potenciar equipos multidisciplinares. Justificaremos brevemente el por qué.

Actualmente, existe un consenso, éste sí basado en numerosas pruebas, en que: (1) las tasas de obesidad, en especial en la infancia, se han incrementado de forma espectacular en los últimos años; (2) la obesidad adulta es una condición crónica, de muy difícil abordaje clínico; (3) se ha demostrado la presencia de asociación entre la obesidad infantojuvenil y su persistencia en la edad adulta; y (4) la obesidad se ha asociado con riesgos importantes para la salud y su abordaje está disparando los costes socio-sanitarios de forma alarmante. Este escenario apunta claramente a la necesidad de desarrollar tratamientos eficaces para abordar la obesidad infantojuvenil y, sobre todo, de políticas preventivas globales como la única medida eficaz para atajar este problema. La guía que estamos valorando examina las pruebas disponibles sobre la eficacia de este tipo de intervenciones y el resultado no es muy alentador. Existen pocas recomendaciones basadas en grados sólidos de evidencia. Las pruebas disponibles se basan en su mayoría en resultados a corto plazo o en seguimientos cortos. Y un aspecto muy interesante a destacar, el 50% de las recomendaciones formuladas se basan únicamente en la experiencia clínica y el consenso del equipo redactor, porcentaje que se acerca al 60% en el caso de las recomendaciones en el ámbito de la prevención.

Una de las razones que explican por qué muchos clínicos son reticentes a seguir las recomendaciones de las GPC, reside en la creencia errónea de que las guías se basan más en el consenso entre expertos que no en las pruebas disponibles, como se ha demostrado por ejemplo en el caso del tratamiento para la depresión Fernández-Sánchez, Sánchez-Carracedo, Navarro-Rubio, Pinto-Meza y Moreno-Küstner, 2010). En efecto, una GPC debería fundamentar sus recomendaciones en las mejores pruebas disponibles. No parece ser el caso de la guía que nos ocupa en un porcentaje muy elevado de recomendaciones. La escasez de pruebas sobre la eficacia de este tipo de intervenciones, en especial las de tipo preventivo, debería llamar la atención sobre la necesidad de dirigir los esfuerzos de la investigación hacia el desarrollo de programas más eficaces de tratamiento y de prevención de la obesidad infantil. Echamos de menos que la guía no formule de forma clara esta valoración, recomendando a las autoridades sanitarias un giro radical en las políticas económicas de ayuda a la investigación en este campo, en el que la financiación de la investigación sobre nuevos programas de tratamiento de la obesidad infantojuvenil y sobre iniciativas preventivas, se erija en la prioridad de la administración, frente a la investigación farmacológica o sobre nuevas técnicas quirúrgicas que, sin duda podrán ser de gran ayuda para aquellas personas que ya padecen de obesidad, pero que no son ni serán la solución al problema.

En este mismo sentido, la constatación de que los tratamientos psicológicos son los más eficaces para abordar este problema a nivel clínico, y de la necesidad de desarrollar y evaluar políticas preventivas globales, merecería otra valoración, en nuestra opinión, en el sentido de reivindicar la necesidad de potenciar equipos multidisciplinares que contemplen la imprescindible figura del psicólogo, entre otras, para abordar este problema, así como de contar con expertos en salud pública y promoción de la salud a la hora de desarrollar y evaluar nuevos programas y políticas preventivas.

5. Valoración general (marcar con una X):

Referencias:

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Fernández Sánchez, A., Sánchez-Carracedo, D., Navarro-Rubio, M. D., Pinto-Meza, A., y Moreno-Küstner, B. (2010). Opiniones de médicos de atención primaria, psiquiatras y psicólogos acerca de las guías de práctica clínica para la depresión. Un estudio cualitativo exploratorio. Atención Primaria. 42(11), 552-558.

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Fuente:

La Guía de Práctica Clínica sobre la Prevención y el Tratamiento de la Obesidad Infantojuvenil, en cualquiera de sus tres versiones, puede consultarse en el siguiente enlace: www.guiasalud.es/egpc/index.html#.

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